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Recuerdos olvidados Por Daniel Alonso

Escrito por el 19 octubre, 2022

RECUERDOS OLVIDADOS


Por Daniel Alonso

-Ustedes saben cómo soy: un desastre. Si a los cincuenta no cambié, ya no lo haré más. Reconozco que soy algo colgado, despistado; que se me pasan sus cumpleaños, queridos amigos de toda la vida; y que ciertas cosas no se recuperan jamás. Pero no piensen que es intencional. Aunque les parezca extraño, a veces suelo ser un poco duro conmigo cuando pienso que, de los tiempos buenos, nos ha quedado nada más que el recuerdo.

-Por eso quiero que me entiendan: si no fui antes, se debe a que me dejé llevar por la vorágine del tiempo. Me mudé, luego me mudé de nuevo y, por último, me divorcié; o sea, me mudé otra vez. ¡Ojo! Siempre me rondaba en la cabeza la idea de volver, porque la casa de la infancia tiene un velo místico, magia, recuerdos.

-Volver al barrio… Qué reminiscencias llenas de nostalgia, qué virtuosa voz de la evocación. Fui tan feliz de niño… Y ahora lo veo como si fuera una película antigua que vuelve a estrenarse. Mi calle empedrada, la vereda donde peloteábamos, aquella alta y vieja puerta de cedro de dos hojas … Creo que casi me puse a llorar. Poco a poco fui recorriendo aquella vivienda abandonada. Cuántos momentos que pensé olvidados para siempre volvieron a hacerse presentes.

-Todavía estaba la higuera en el jardín; si me habré subido para jugar… Recuerdo que hasta había hecho una especie de casita allí arriba. Luego me arrojaba con una soga como si fuera un corsario en pleno abordaje de un galeón a conquistar. También estaba todavía aquel limonero del que elaborábamos nuestra bebida, que azucarábamos sin culpa. ¡Qué tiempos!

-Qué hermosa es la infancia… Sin límites para soñar, para jugar… Sin más obligaciones que volver a horario para la cena. Y yo era un salvaje. Me había hecho un traje con una bolsa de arpillera, una vincha con plumas (que había rescatado del gallinero) y un arco y flecha de algún regalo de Navidad.

-Sí, recuerdo aquellos días con mi querido abuelo, que se prendía a jugar conmigo a los indios y al prisionero. La paciencia que tenía ese hombre era increíble. ¿Saben? De repente, cuando entré al sótano, algo se me vino a la cabeza: me quería morir…

-Y allí estaba él, el abuelo Ernesto (o, por lo menos, sus huesos), sentado en una silla, todavía enrollado por las cuerdas y con un par de flechas de sopapita en la frente.



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