VIDA DE AUGUSTO, Cuento Español. Por Jimena Yengle
Escrito por Nicolás Ciancaglini el 29 junio, 2022
– Augusto no fue un hombre como el que dibujó Da Vinci. Él no era un ciudadano codificado. Ni siquiera su apariencia era usual. Crearon sus pies tan firmes como la armadura de un Ícaro. Los dedos de sus manos eran tan largos, que conectaban entre raíces profundas terrenales. Sus ojos fueron pintados al óleo por el mismo cielo, y así se le enunció como auténtica obra de arte en la caótica exposición de la vida. Llegó a la tierra, envuelto en hojas otoñales. La lluvia coloreó sus primeros pasos, y el travieso picaflor, alimentó su corazón de un apetitoso polen. Fue creciendo, o por lo menos acercándose más al Señor Cielo. Fue aprendiendo, todo aquello que su imaginación podía enseñarle. Fue creando, toda conexión que le nutriera internamente.
-Al cumplir dos décadas, se percató de que algo había cambiado a su alrededor. El mundo comenzaba a asustar a la gente ojerosa. Su patria comenzaba a desmoronarse, cubriendo de polvo nocivo cada esquina. Las señoras dejaron de barrer sus entradas triunfales, los niños andaban casi tan angustiados como sus padres, y los gatos suplicaban por queso a los ratones. Incluso el café con leche era rancio, y su porción de postre ya no venía con una galletita de almendras. Cambiaron las tiendas de dulce de leche, por agrupaciones de prestamistas. Incineraron los cuentos de hadas, y los reemplazaron por guías diseñadas para generar cientos de dólares en un solo día. Quienes caminaban, comenzaron a correr. Y quienes corrían, se mudaron del planeta. Se desató un amargo caos, con sabor a tomate de árbol.
-Al ser expropiado de su cálido hogar, Augusto decidió iniciar un negocio nocturno de magdalenas con solo una silla de paja. Recibía la visita diaria de mariposas, escarabajos y toda criatura oriunda del jardín, que habitaba bajo el castillo de girasoles. Después de un viaje agotador , los clientes compartían una velada bailable junto a Augusto. Bastaba la doceava parte de una magdalena para satisfacer a sus comensales. De vez en cuando, recibía la visita del Señor Cielo, que se conformaba con el aroma de las magdalenas de tamarindo. La demanda era baja, y los ingresos no eran precisamente altos, pero la compañía endulzaba el espíritu de aquel hombre desalineado. Además, bajo su silla no había rastro de una sola migaja .
-Menos mal que Augusto tenía un trabajo matutino con fines de lucro. Sin embargo, la corrupción azotó la empresa de lavandería en la que trabajaba, y fue expulsado sin un solo centavo, cargando una pila de calcetines apestosos. Se decidió a lavar cada calcetín, para coserlos y así unirlos, formando una carpa, como en la que vivieron sus tatarabuelos. Alrededor de ella, plantó pepas de manzanas verdes, pero crecieron margaritas inmensamente altas.
-Frente al desastre económico que azotaba su patria, él se dedicaba a pelar mandarinas dulces. Cuando subieron los impuestos, cambió de peinado. Al cerrar las escuelas, él se ofreció a enseñar matemáticas con marionetas.
-Sus vecinos repetían aterrorizados “¿Pero qué tiene este hombre?” “¿Cómo es que no existen signos de frustración en su persona?”, “¿Acaso le ha dejado de importar su patria?”. Algunos niños cuchicheaban por ahí, preguntándose impetuosamente “¿será el misterioso hombre una máquina de acero inoxidable?” y se escondían del aparente extraño que poseía la sonrisa desafortunada.
-Un día de noviembre, el cielo andaba enfadado. Augusto salió de su carpa, y se dispuso a recitarle poemas de amor, para alegrarle el día. El cielo le otorgó una mirada de compasión, ya que entre sus nubes la pena revoloteaba. Pasaban por ahí un sabio y su caballo de oro, ambos vestidos de terciopelo azul. Se asomaron para contemplar de cerca a aquel espécimen llamado Augusto. Examinaron de comisura a comisura, aquella amplia sonrisa que el hombre poseía. Al comprobar que era verídica, se espantaron aún más. Retrocedieron unos cuantos pasos sin disimular, y cubrieron sus ojos aterrorizados. Augusto se entristeció, al darse cuenta de su protagonismo en escenas semejantes desde tiempos inmemorables. Lágrimas bien dibujadas caían sobre su rostro angelical. Permaneció contemplando a su gran acompañante, el Señor Cielo.
-De tanto mirarlo, surgió una idea en la pictórica mente de aquel hombrecillo especial. Augusto se dio cuenta de lo que necesitaba. Una máscara. Pero debía ser una máscara especial, con propiedades fantásticas. Que, en lugar de asustar, encantara. Que, en lugar de alejar, acercara. Que, en lugar de aturdir, fascinara a cada habitante de su patria.
-Así que, con plena supervisión del cielo, Augusto inicio el proceso de fabricación de un elemento único en su naturaleza. Se dedicó apasionadamente a entretejer cáscaras de frutos, hilachas de calcetines, cabellos de paja y paños de lágrimas color arcoíris. Su rostro fue su base para trabajar, y según él, mejor terreno no pudo encontrar. Al terminar, se sentía como el príncipe más apuesto de una patria terrorífica. Su máscara estaba tan bien hecha, que no era visible un solo milímetro del rostro de Augusto. Había cumplido su objetivo. Se encontraba enteramente cubierto, por los cuatro costados. Aquel hombrecillo se encontraba emocionado, al saber que ahora podría caminar tarareando canciones, bailar junto a los niños y dar de comer a las palomas celestes. No se había percatado de que no podría volver a ver sus ojos azules, ni sus labios rosas reflejados en el agua con la que enjuagaba su rostro cada mediodía. En realidad, no se había dado cuenta de un detalle gravemente significativo. Augusto no podía ver.
-Pero él era un hombre tan distinto al resto, que parecía no reconocer su ceguera. Se dispuso a convertirse en el galán más apuesto. Con una camisa turquesa y unos calzoncillos floreados, pidió al cielo que, por esta vez, su pequeña y atemorizante patria le quisiera mucho. Que le invitaran a bailar, tomaran su mano al correr, y le atendieran en los puestos de café con leche.
-Así, Augusto salió de su carpa guiándose por los murmullos de las palomas celestes. A su alrededor, paseaban aburridos los gerentes generales. Se acercaron a contemplar minuciosamente su máscara, y cuando supieron que era verídica, quedaron espantados. Sus rostros estaban consternados. Los niños buscaban madrigueras como refugios de emergencia, mientras que los adultos subían por las escaleras de incendio de los rascacielos más modernos. Cada quien buscaba su manera de escapar, excepto Augusto. Él saltaba en un pie, mientras cantaba al cielo. Aquel hombre singular, no pudo presenciar claramente el espectáculo que sucedía a su alrededor, ya que su máscara no le permitía ver. Al no observar rostros de enfado y espasmo, creyó en su única alternativa…que la gente había quedado maravillada con su máscara. Se sentía poderoso, como un príncipe ejemplar. Llegó a imaginarse en las portadas de los periódicos artesanales. Esos que llevaban el nombre de cada atentado, en la imaginación de Augusto llevarían su nombre.