El hombre juntó los pedacitos de alma que había ido encontrando todos esos días, los envolvió con cuidado y empezó a irse. Miró el televisor. Se dio cuenta de que ya no volvería. Ya tenía el alma que había venido a buscar, o gran parte de ella. Fue trabajoso encontrar los pedazos sueltos, pensó. Él, al principio, cuando llegó a su país natal creyó que el alma, que se le había desacomodado y que había venido a buscar, estaría toda entera en algún lugar. Pero no, no la encontró toda entera y una. Se le habían quedado colgados trozos cuando se fue del país, hacía ya cinco años. Ese desasosiego, esa intranquilidad que lo invadía de vez en vez y cada vez más seguido, o esa nostalgia irrefrenable por el tiempo ido. Sí, seguro, había pensado entonces, se me fue alma del cuerpo; como decían los viejos, concluía. El cuerpo estaba allá pero el alma se había quedado aquí. Y se vino a buscarla.
La fue encontrando en algunas calles impensables y alejadas de la que había sido su casa materna, donde estaba ahora. El hallazgo de trozos de su alma le era anunciado por una pequeña y aérea vibración, como un temblequito interno en la parte de adelante del pecho, casi llegando al corazón. Entre el ombligo y el esternón, para ser más precisos. La primera vez que sintió esa vibración, vibración almática podría decirse, fue en el viejo Palermo de las canchas de Fénix, seguro que ese trozo se me había quedado por allí de cuando visitaba a mis tíos siendo un niño, pensó. Otra vez fue en las aguas del río, en Vicente López, adonde iba con sus compañeros/as, aunque recuerda mejor a las compañeras (¡cuánta testosterona!) en aquellos días inolvidables en que se saltaban las clases de matemáticas del colegio. Y también encontró un trozo en La Lucila cuando se lo encontró a Hugo, el pescador amigo de su juventud, casi un personaje de novela, y charlando sin tiempo recordaron cómo era La Lucila hacía treinta años, y recordaron también a amigos que ya no estaban. En fin, que así y de a poco, fue recuperando el alma. O partes olvidadas, por mejor decir.
Cuando volvía a casa de esas excursiones con el cachito de alma encontrado y envuelto amorosamente en un papel, lo ponía en una mesa de madera de caoba negra, arriba de una gran felpa que había sido de su madre y agregaba día a día el cachito encontrado. Como un rompecabezas la iba armando. Primero imitó la forma de un corazón, luego la de una flor, al fin decidió arrimar sin orden el trocito nuevo al lado del otro que había encontrado y así dejaba que la forma se hiciera sola porque, se preguntaba, ¿qué forma tiene el alma? No era fácil armarla. Cuando hubo juntado varios trozos y ya tuvo lo que parecía ser, sino toda, al menos una parte importante de su vieja alma porteña, dio por concluida la tarea. Me vuelvo, se dijo, tengo que empezar a trabajar. Ya habría tiempo para ordenarla y pegarla bien cuando llegara a España.
Sintió que cumplida la tarea de recomposición almática, su partida del país sería, ahora sí, definitiva. Pero el alma, aun incompleta y parcialmente recompuesta, le jugó un último pase. Esa desgraciada media alma reconstituida le confirmaba que ya no volvería más a su tierra cuando, antes de apagar el televisor vio que estaban pasando el partido por las semifinales del mundial de fútbol sub 20 entre España y la Argentina, y se encontró, casi sin darse cuenta, haciendo fuerza por España. ¡Quería que ganara España! ¡Pero vos estás loca!, le recriminó al paquetito. Era demasiado. ¿Era demasiado? No, murmuró, ya nada es demasiado ni demasiado poco, es lo que es. Y no hay más, se dijo, recordando una precisión en el lenguaje que estaba, entre otras cosas, extrañando. Puso la alarma en la vieja casona (“últimamente hay muchos robos”, le había dicho Alisa su vecina). Cerró con tres vueltas de llave. Y se fue; con el paquetito del alma bajo el brazo. Dicen que lloró.