Benjamín Melián se despertó sobresaltado. Mientras trataba de controlar su respiración entrecortada, pugnaba por movilizar los dedos dormidos de ambas manos. Giró levemente su cabeza hacia la derecha y distinguió en la penumbra el aeroplano de madera balsa que pendía del techo de la habitación, al tiempo que se le hacían nítidos los ronquidos entremezclados de sus acompañantes circunstanciales.
Se encontraba en un lugar de Bélgica –en gira cultural- y junto a su anfitrión, el señor Jan Toelen, había protagonizado esa noche, una suerte de contrapunto guitarrístico, hasta una hora no acorde a las costumbres europeas.
Se puso a pensar sobre el abrupto despertar. No podía ordenar la secuencia de los acontecimientos soñados, ya que le resultaban claras solo algunas imágenes. Se había visto presentado en un gran teatro como el más “grande concertista de guitarra de todos los tiempos”. Casi enseguida, una sensación de terror empezaba a invadirlo al comprobar que las manos no le obedecían. Además, no recordaba nada del repertorio elegido. Dentro del numeroso público, creyó reconocer a algunas personas que no eran de su simpatía. Luego, una fuerte opresión en el pecho que lo llevaba al desvanecimiento inminente.
De regreso a su país, Benjamín Melián recordó el suceso cuando, clasificando souvenires, examinaba el Das Bach-Buch, con más de cuarenta composiciones del músico alemán transcriptas para guitarra y una edición de Arpeggien und tremolo de Georg Rist, que el señor Toelen le había obsequiado en Moorsel.
Como el sueño se había tornado recurrente, se lo comentó a su amigo lutier Carlos Mariazola, con quién había retomado las prácticas de algunos dúos de Sor y Carulli, entre otras composiciones para dos guitarras. En un alto de esos ensayos, mientras aquél le mostraba con inocultable orgullo un ejemplar de Les Cahiers de la Guitare et de la Musique, que lo incluía en la sección Lutherie, le dijo –jocosamente- que su caso era para un psicoanalista.
El día que le confirmaron su primera actuación como solista en el Centro Cultural de su pueblo, Benjamín Melián se puso muy nervioso. Para calmarse, intentó concentrarse en la producción de los concertistas Julian Bream y John Williams –Together again- que había adquirido en España. Fueron más de setenta minutos de apatía. Algo inusitado en él. De pronto, al recordar las palabras de su amigo, accedió al impulso de consultar la obra de Sigmund Freud. En uno de sus libros encontró que “…el artista es un introvertido próximo a la neurosis. Son necesarias muchas circunstancias favorables para que su desarrollo no alcance ese resultado… y ya sabemos cuán numerosos son los artistas que sufren inhibiciones parciales de su actividad creadora a consecuencia de afecciones neuróticas. (…) Su constitución individual entraña seguramente una gran aptitud de sublimación y una cierta debilidad para efectuar las represiones susceptibles de decidir el conflicto”. No leyó mucho más. Falto de concentración, le era difícil comprender una terminología a la que no estaba demasiado acostumbrado.
Mientras colocaba el texto en su anaquel, se preguntaba por qué la Providencia no lo había dotado de esa mezcla de modesta depresión y melancolía que fue fuente de inspiración creativa en músicos como Schubert, Schumann o Chopin.
La jornada del concierto sorprendió a un Benjamín Melián entre extraño y ansioso. Encerrado en su mutismo y camino al teatro recordó a Roberto Aranda, su primer maestro; la etapa autodidacta apoyada en la bibliografía de Pujol, Roch, Aguado, Leloup, Sagreras, Sinópoli y otros; o las composiciones de Francisco Tárrega, grabadas por Narciso Yepes.
Precisamente, la obra homónima de este último material lo indujo, en cierta manera, a interesarse por el instrumento que podía catapultarlo artísticamente. Por esa razón, se decidió a programar como tema de apertura, Recuerdos de la Alhambra.
Había bastante gente cuando llegó. Saludó prestamente y agradeció con un gesto los deseos de éxito que le prodigaron. Ya en la sala, identificó a algunas de las personas de sus sobresaltados sueños.
Todo sucedió muy rápido. La presentación. El escenario… Cayó de bruces. La Estrada Gomez que había adquirido con mucho esfuerzo, crujió bajo su cuerpo. El cortinado que bajó presuroso le puso valla a un público estupefacto. Su amigo Mariazola, que se las arregló para llegar a su lado, murmuró: “Miedo escénico…”.
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Han pasado muchos años desde aquel abortado debut. Hoy, Benjamín Melián reside en un sombrío establecimiento neuropsiquiátrico. Dice llamarse Mauro Giuliani y, día tras día, invita insistentemente a los internos, mostrando diez dedos deformes y crispados, a presenciar su primer concierto de guitarra.