El diálogo fue parco:
- Y vos… ¿lo trajiste hecho? –me preguntó la profesora mirando por encima de sus lentes, al detener su caminata apretujada entre el atestamiento de los bancos.
Me quedé pasmada. En un breve correr de los segundos con lenta sorpresa, dije:
- Mmm, no.
- ¡Ja!, encima tiene el tupé de decirme que no y con ese gesto –expresó indignada supuestamente copiando mi gesto de levantar las cejas y torcer la boca.
Ella le comentó a todo el curso que yo hice una mueca como sobrándola, con una actitud canchera, como diciendo “No lo traje pero ¿sabes qué? ¡No me importa!”, que levanté las cejas de forma indiferente y retadora. De mi parte lo que recuerdo fue el terror de hablar en público y encima no tener ni idea de lo que me pedía.
- Es que ella es nueva, entró el martes…, o sea ayer…-salió en mi defensa una compañera que aun no recordaba su nombre.
- ¡No importa!, si ya está en este colegio tiene que pedir la tarea y traerla hecha, como corresponde.
Yo no dije nada. Muerta de vergüenza, pero protestando vigorosamente para mis adentros, me asusté porque mi pensamiento se anticipaba a que todas las clases, con certeza, me llamaría a dar lección.
Y al lunes siguiente, mi apellido salía por su boca y con una cara expectante para darme el tablazo mortal, me decía: “¿García, estudiaste para hoy?”. Ante sus ojos desafiantes y severos, yo tímidamente y midiendo cuidadosamente mis palabras, concluí: “Sí”.
Así transcurrió nuestra primera escena.
Yo había aterrizado en ese colegio, un martes, un mes después del inicio del ciclo lectivo, en un frío abril, por motivos de mudanza. Llegar un mes y medio más tarde, para un primer año de secundaria, es como que te falten cuarenta minutos de una película y luego te evalúen.
A esta docente de literatura, de nombre Margarita, que se puede definir como una señora pituca, le temía, por lo que me dijo, por el terror a ser tomada “de punto”, sin embargo esos fantasmas se disiparon temprano. Inmediatamente me gustó su propuesta de leer un libro al mes. Para ese marzo de fines de la década del ´90, su invitación se centraba en leer un libro para adolescentes intitulado Decir amigo, de la editorial Alfaguara. Y para abril, la designación era otro sobre historias detectivescas –no recuerdo el título-, algo así como una compilación de Sherlock Holmes. Así que tenía que adentrarme furiosamente en la lectura. Leía esta última página por página, a veces con interés, otras con tedio. Más con aburrimiento. Y siendo sincera no me esforzaba en tratar de entender lo que iba leyendo. Recuerdo que solía acostarme temprano, por las noches, para adquirir el hábito de leer de a dos cuentos (imagen que me parecía un imposible, ¡ay si supieras Margarita querida que desde hace mucho rato me acostumbré a leer de a varios!).
Y de esta manera llegábamos a su desafío intelectual de leer un libro mensual, generalmente clásicos, y en seguida hacíamos un análisis, tranquilo, narratológico. Para después producir un texto con nuestras palabras e ideas. Sin dudas, los defino como textos espantosos, morosos, cargado de vicios pero tan nuestros, tan amados; es que tantas semillas esparció en esas horas donde, en esa diminuta aula, nos hablaba de García Márquez, Hemingway, Sábato, su amada Agatha Christie y su amor mayor: Jorge Luis Borges.
La primera vez que escuché su anécdota fue una mañana heladísima de mayo, comenzábamos el día escolar con su materia.
Al entrar al aula, ella leía su habitual diario sábana La Nación, esperándonos. Empezó recapitulando lo visto en el anterior encuentro pero en un momento, mi estado soñoliento se interrumpió cuando logré escuchar que comentó:
- …y como profesor, estaba él, el mismísimo Jorge Luis –luego hizo una imitación, bastante graciosa, del escritor. Entrecerraba los ojos dando a entender su ceguera y su voz se tornó más seca, como áspera.
Puse todos mis sentidos en su alocución. Y su estilo al decir me llevó directamente a un aula de la Facultad de Filosofía y Letras.
¿Una alumna de Borges, es mi profesora?, me preguntaba ansiosamente. La primera vez que escuché el término “absorta” fue por su boca. Eso dijo: “me quedé absorta cuando lo vi”. Y sus ojos narraban más que sus dichos. Daba gusto verla hablar, de Borges mucho más. Me encantaba cuando volvía a su pasado y desempolvaba esas clases universitarias en la UBA y describía frases, con qué cara las manifestó, sus contadas risas, sus metáforas. Todo. En seguida sentí una oleada de amor por cómo hablaba sobre este escriba. Yo hasta ese momento no había leído nada de él, sólo sabía que su nombre estaba asociado a una prestigiosa legitimidad cultural (aunque sin saberlo con estos términos), quién leída Borges, era lo mismo que decir que era culto. Y también muy apocadamente yo escribía, sin sentir seguridad por lo hecho, me acuerdo en un ayer del tiempo cuando me hizo leer ante todo el curso, acción que me daba pavor, un intento de cuento de investigación policíaca, durante la lectura me paró en seco y me sentenció:
- Es tedioso, ¡horrible! pero es tuyo, ¡querelo!
Esa vez comprendí que escribir no se produce por el sólo hecho de tener un don (un poquito sí) o que proviene de una inspiración divina sino que es un proceso trabajoso, de prueba- error, y cuanto más comprometida estaba, los trabajos solían ser más bellos (pónganle). Nos hizo entrar en una evidente circularidad de la palabra (y del conocimiento) en tanto lectura –escritura-lectura-escritura. Más lejos aún, me plantó la idea por siempre que la escritura es un arte. De todos modos, el camino fue largo, muchas piedras tuve que esquivar. Para esa adolescente escribir textos era caer en el lugar común de que consistía en una concatenación de hechos ordenados, con suerte, cronológicamente y que principalmente debía decir absolutamente todo. Ella me ayudó a quitar esta roca puesta en mi camino y me pasó una fotocopia donde me remarcó esta frase de Flannery O`Connor: “…en la escritura de ficción, el trabajo no consiste en decir cosas sino en mostrarlas…”. En este momento odiaba las reescrituras (suponía que era sólo cambiar las palabras por sinónimos o eliminar un párrafo). Pero no, su reescritura viraba mi percepción, había que esperar a que a medida que iba avanzando con la práctica se obtuviesen más herramientas para pensar el texto otra vez (hoy comprendo que es vital, que fue un acierto).
Yo estaba fascinada, piensen en una actividad que les guste mucho y que el Uno de eso haya sido el docente que formó, en parte, a la persona que ahora te forma a vos, también en parte.
Cuando me acuerdo de ella es inevitable no pensar en el cuento de este escritor, “El libro de arena” de incalculables hojas, de nuevas historias cada vez que se abrían sus páginas, donde una página leída jamás se volvía a encontrar por más que la buscáramos rabiosamente, de infinitos sentidos, de infinitas anécdotas, como ella nos contaba.
Eso definía a Margarita, fuente inagotable, sin fin como la arena y el libro, sin fin. Descubrí autorxs y pude traducir con palabras sentimientos que no sabía que existían. Pero es cierto que nos dejaba bien en claro que no bastaba con comunicar sensaciones, sentimientos para que el destinatario los sintiera como yo, sino que había que darle un rodeo, buscar técnicas que logren ese efecto de sentido.
Sumado a la fortificación de armar textos, los míos rudimentarios se fueron puliendo hasta llegar a una versión pasable (como para ser bastante condescendiente). Nos machacaba que usáramos sinónimos, que otro lo leyera para ver si se entendía, que habláramos en público para mejorar nuestra oratoria. Nos enseñó a mirar noticias, a echar una mirada por fuera de nuestro hogar. La tuvimos como profesora de literatura durante dos años. Y luego, en el último año, la materia se llamó “Comunicación social”. Tal vez su orientación versaba en el periodismo, aun así me encantó. Me estimulaba a seguir escribiendo, mi especialidad eran los ensayos. De hecho, mi diploma de egreso pedí que me lo diera ella. Estoy ahora mirando esa foto, el abrazo que nos dimos. Y sus palabras al oído deseándome el mejor de los futuros.
Lo último que hablé con ella fue sobre un libro de periodismo que me prestó y había quedado olvidado en mi casa. Se lo devolví por medio de la bibliotecaria del colegio, años después.
Pasó un tiempo y mi hermana ingresó a ese mismo colegio en el nivel de primaria. La nieta de Margarita era compañera de mi hermana y un día le comentaron sobre mí y me mandó saludos expresando cariños sobre ese pasado.
Sin lugar a dudas, el reloj no detuvo su tiempo, mi hermana cambió de colegio pero seguía, eventualmente, en contacto con la nieta.
Una tarde donde declinaba el verano, en medio de mates, y de fondo escuchando a Audioslave, le pregunto a mi hermana:
- Che y ¿Margarita como anda? ¡qué lindos recuerdo ten…!-no llegué a terminar la última sílaba que me aniquiló:
- No, Margarita falleció hace unos años…
Un compasivo silencio se estancó en la atmósfera.
Al igual que el cuento “El ruiseñor y la rosa”, mi pecho fue traspasado por una espina. Como dice Borges, sentí lo que sentimos cuando alguien muere: la congoja, ya inútil, de que nada nos hubiera costado haber sido más buenos. Tal vez mi libro de arena también había quedado abandonado en una biblioteca, al no volver a encontrar más las páginas leídas. No sé lidiar con las ausencias y para aferrarme a algo, luego de la desconsolada situación fui a buscar carpetas de sus materias (el único material que guardé). Afloraron trabajos, ensayos, exámenes, y por supuesto ahí estaba ella, de nuevo, con su letra. Una sensación de serenidad me abrazó.
En una de las tantas hojas Rivadavia rayada, encontré una anotación suya que me preguntaba qué había pasado en una telenovela local que yo hacía mención en un ensayo, mi texto lo reconozco era y es un espanto. Mi mente me trajo esas imágenes de ese trabajo final donde había que analizar la televisión argentina. No conservaba la consigna, sólo tenía unos manuscritos plagados de lugares comunes y opiniones sin respaldo, todo confundido, lo aprobé con una linda nota pero en su letra en rojo me pedía que hable con ella.
Tal como si hubiese atravesado la puerta del aula, en esas mañanas donde el frío sí te calaba hasta los huesos, y te encontrara leyendo ese diario abyecto que te costaba tanto acomodar, te digo que ya no uso el “bueno” para iniciar una oración escrita, no repito el “dijo” en los diálogos, uso mucho los sinónimos, les hago leer a las personas lo que escribo antes de darlo a conocer al mundo. Te digo que fuiste la primera persona del ambiente de las Letras que confió y vio algo en mí, fui una semillita que sabías que podía crecer. Quedaron truncos los intentos de hacer entrevistas a personas del barrio de Colegiales pero me enseñaste a querer mis textos por más desastrosos que fueran, a leer para mejorar mi escritura (y mi vocabulario, aunque me sigo chocando con los términos y hablo entre vulgar y cordial, con muchas y gesticuladas palabras).
Borges dice que aconsejar o discutir es inútil, porque nuestro inevitable destino es ser el que somos. Soy amante de la literatura en parte por vos que me diste ese puntapié inicial, esa confianza cuando yo creía que nada literario podía salir de mí. Cuando no me animaba a leer lo que escribí y a bancar férreamente la crítica. Como docente me vi muchas veces hablando de Borges y de vos, repetí sin proponérmelo esa escena. Nunca fui muy devota de él, no sólo por su obra, sino por cuestiones de posiciones distintas en el mundo. Creo que si no hubieses sido mi docente, y nos pusieran a andar por las calles, jamás hubiésemos cruzado una palabra. Es más, aún conociéndonos, fingiríamos no habernos visto. Pero, quién no tiene luces y sombras. Volvería a abrazarte en agradecimiento por formar a esta mujer-escritora-comunicadora que lee y escribe por necesidad, te mostraría con orgullo lo que hago y sin dudas me abofetearías con tu comentario.
También me aferro a lo que dice un tal Ernest Hemingway que cuando un escritor omite cosas que no conoce, aparecen como agujeros en su escritura. Y críticamente me ordenarías que volviera a los clásicos y que sea más Jorge Luis menos el Gabo. Seguramente también hubieses dicho, de forma incisiva, ya rememoro tu voz: “Che esforzate más, estás haciendo arte, le estás armando un mundo al lector, ¡amuéblaselo, madre!” Y con tu dedo índice alzado, aconsejarías con ironía: “Y prestá atención a la antesala de la elaboración del texto”. Es una obviedad decir que mis ojos estaban desnudos y con tu materia vieron un vislumbre, adquirieron nueva vida. Y finalmente no dejaría de agradecerte con los ojos desbordados de lágrimas…lo cierto, lo increíble, es que estaríamos leyendo, en tu escritorio, las palabras de Jorge Luis en “El testigo”: “el mundo será un poco más pobre cuando ella haya muerto”. Y el arte de estas palabras se desvanecerá en nuestro mutismo.
Así sucedería nuestra última escena.
Como hermoso regalo, que te haría muy feliz, cito a Borges que cierra uno de sus cuentos (“Avelino Arredondo”) de esta manera: “Así habrán ocurrido los hechos, aunque de un modo más complejo, así puedo soñar que ocurrieron”.
***FORMA PARTE DEL LIBRO DE CUENTOS “ARTEFACTOS PERDIDOS DOS”.