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ESPECTROS – Jorge Andrade

Escrito por el 10 marzo, 2021

Por Jorge Andrade

ESPECTROS


Un mástil se abre camino entre el bosque de arboladuras y el campanilleo de jarcias del puerto deportivo. Cuando se destaca solo en medio de la dársena, veo las figuras de los dos tripulantes que se afanan izando las velas triangulares, enarbolan la bandera, corrigen el timón.

Desde el muelle, bajo el toldillo del bar, bebo y observo el espectáculo estimulante de la navegación que ilumina el sol del mediodía como un foco cenital de teatro.

Elevo la copa en dirección a los marineros que no se ocupan de mí. Una ráfaga de viento hace flamear el toldillo sobre mi cabeza y entonces dirijo el brindis hacia mi compañera. Bebo un sorbo, dejo la copa en la mesa y me concentro en observar la maniobra.

Van con poca vela hasta traspasar la salida de la dársena y allí́, cuando embocan la bahía, echan todo el trapo. El barco titubea y parece detenerse, como si el sol a plomo lo hubiese clavado en la superficie del mar. Un tripulante tira del cabo luchando con la resistencia de la lona; el otro se aferra a la cana del timón, esperando. Las velas se sacuden alcanzadas por la misma ráfaga que estremece el toldillo del bar, restallan varias veces y entonces el yate salta con la proa firmemente dirigida hacia el mar.

Giro la cabeza sonriente y complacido, y me encuentro con su mirada por encima de la copa que quizás en el instante previo, cuando yo me abstraía en la maniobra del barco, contestaba a mi brindis. Ahora, la mirada de la visitante, tan melancólica como siempre, tenía un tinte de reproche. Tal vez reconvenía mi desatención.

La superficie de la bahía aparecía rizada. El bote cabeceaba moderadamente y los tripulantes, a la distancia, se iban pareciendo a las figuritas de marineros que ilustran las pancartas de señales.

Volví́ a sonreír apenas en dirección a ella, animándola a hablar. Esperando que no hablara.

Bebía. Observé el círculo húmedo que su copa había dejado en el tablero de la mesa.

“Mis hijos. Nuestros hijos”, corrigió y sus ojos me interrogaron.

Asentí́.

“Porque tú me decías que los considerabas tuyos.” Asentí otra vez, entornando los parpados.

Su mirada cambió. Ya no contenía reproche, aunque sí su melancolía acostumbrada. Curiosamente, mi respuesta afirmativa no la animó. En cambio afloró en ella una luz amarga.

Quizás desde que se sentó́ ante mí en esa mesa, sus ojos estaban cargados con la acidez del escepticismo. La melancolía de antaño, pero ya no la ingenuidad de quien espera sino el desabrimiento del que perdió la esperanza.

Dilaté los ojos a modo de pregunta, de pedido de explicaciones.

“Tal vez cambiaste de opinión.” “No.”
“Pero te fuiste.”

No podía negar. Ella había apoyado la copa en la mesa. Aproveché otro cambio de viento para vigilar el velero. Se dirigía a buena marcha hacia la embocadura de la bahía. Ya no se distinguía a los tripulantes achatados por el sol del mediodía, a no ser por unas repentinas manchas de tinta que arrojaba el viento cuando cambiaba la combadura del paño y las minúsculas sombras se interponían entre la luz y la vela como un eclipse de luna.

La brisa porfiaba con el toldillo del bar. Giré la cabeza. No estaba. Quedaba el rastro húmedo de su copa en la mesa.

Hice lo que tenía que hacer, contemplar la realidad: el yate que salía de la bahía y penetraba en mar abierto. La vela navegaba solitaria en el agua. El casco apenas emergía cuando remontaba el lomo de las ondas. El yate flotaba por momentos como las palmeras de un oasis, al confín del horizonte, flotan en el espejismo de la arena.

El viento, que iba y venía, sacudió́ el toldo. Miré otra vez a la mesa. Ahora que había vuelto, quise explicarle lo inexplicable: la necesidad de irse, la necesidad imperiosa de seguir camino.

Antes de que yo hablara –o quizás hablé sin saberlo– negó́ en silencio. La negativa pareció́ el reconocimiento descorazonado de la imposibilidad.

Traté de argumentar que una cosa no implicaba la otra. Que andar no quería decir abandonar y si no ¿qué mejor prueba que este reencuentro?

El toldo y el barco me distrajeron un momento, y cuando volví́ a mirar para decirle cual era mi pensamiento ya no estaba otra vez. Solo permanecía la aureola de humedad sobre la mesa.

Un golpe de viento que agitó el mar y la vela allá́ al fondo llegó hasta el muelle. Me volví́ para mirar. Entonces dijo:

“El reencuentro fue una obligación. No habíamos completado la tarea. La línea recta dejaba el futuro al frente y el pasado atrás como alimento falso del futuro. Ahora el tiempo se cerró sobre sí mismo.”

“El círculo del tiempo”, racionalicé pensando en el big crunch.

Sonrió́ con desgano, adivinando mi pensamiento. Siguió́ sin inmutarse:

“No hay nada, en el futuro no hay nada.”

Ya no sonrió́. Me miró por encima de la copa con su mirada melancólica y ya, definitivamente, amarga.

La brisa estremeció el toldillo. Dirigí la vista al mar. El barco había desaparecido. Por un instante, en la línea del horizonte, creí divisar el extremo del mástil y la vela.

Espectros.

Miré a la mesa. Fui a tomar mi copa. Mi mano se escapó más allá. La arrastré por la mesa. Tanteé con las yemas la aureola de su copa.
El viento había secado el rastro.

(Del libro “Nunca llega a amanecer”)

SOBRE EL AUTOR:
Jorge Andrade ha publicado numerosas novelas, entre las que se incluye Los ojos del diablo, por la que obtuvo el premio internacional Pérez Galdós en España.

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