A Felipe G. lo conocí en una de las tantas noches festivaleras de canto y guitarra —allá por la década del setenta— en pleno auge de nuestra música autóctona y cuando folclore se escribía con k.
Atrajo mi atención su estado de sosiego en contraste con el nerviosismo de un grupo de participantes ansiosos por demostrar sus aptitudes artísticas. Fue en el marco de un certamen de aficionados, algo inédito para una población de escasa densidad demográfica, aunque la numerosa concurrencia se encargaría de desmentir ese mero dato estadístico.
Es que colonos, familiares y vecinos de la zona, convocados por una propaladora local y el eficaz boca a boca, hicieron un paréntesis en la dura tarea agrícola para distraerse, confraternizar o referirse sobre un tema recurrente: la remisa lluvia que reclamaban sus sembrados sedientos. Paradoja de la sequía en la Pampa Húmeda.
Felipe G. estaba sentado sobre el frágil estuche de su guitarra, un viejo instrumento de gastadas cuerdas y en cuya tapa ostentaba sus dos iniciales en grandes caracteres desprolijos.
Alguien, que se percató de mi curiosidad, me susurró al oído: — Éste la rompe esta noche… / — ¿Canta bien? — me interesé. / — ¡Ya vas a ver…! —concluyó mi ocasional interlocutor entre lacónico y enigmático.
En esa oportunidad acepté integrar una terna de jurados. Me agradaba la tarea de evaluar a los imitadores de Horacio Guarany, admiradores de Los Fronterizos, simpatizantes de Los Altamirano, idólatras de Los Indios Tacunau, de Mercedes Sosa y de todo popular exponente del repertorio telúrico. Un voto de los organizadores y otro del público completarían el arbitraje.
Aquí, permítaseme una digresión. Aún no se vislumbraba el período escabroso que cernía sobre los artistas, el libre albedrío, la cultura y la sociedad toda. Censura, persecuciones, exilio, desaparecidos, apropiaciones, clandestinidad, entre otras transgresiones, conformarían un combo aciago que sucesivos gobiernos de facto, en nombre de un vil proceso de reorganización, extenderían a lo largo de siete años para dejar hondas secuelas traumáticas, trascendiendo al célebre Nunca Más, hasta nuestros días.
A poco de inaugurado el evento, un pequeño grupo —que iría in crescendo—comenzó a pedir por la presencia de Felipe G. acompañándose de un rítmico y sonoro batir de palmas. El bullicio, que atentaba sobre el normal desenvolvimiento de los demás inscriptos, precipitó la actuación exigida en un intento estéril por calmar los ánimos.
Entonces, el coro se trocó en alarido. Fue el rugido de mil leones. Ahí estaba él. Por quién habían pagado una entrada. ¿El ídolo?, ¿Una nueva estrella?
Felipe G. no era muy alto. Cabello ensortijado y peinado como al descuido. Barba de tres o cuatro días. Bastante bien parecido. Vestido con jean y remera al tono. La guitarra colgada como una extensión de su brazo izquierdo y un movimiento casi imperceptible de su pie derecho, único signo de presumible nerviosismo.
De pronto, se produjo un silencio total. Algo mágico. Era la nada. Y de esa nada surgió una voz que pretendió ser enfática:
- Hola… Buenas noches… Me llamo Felipe (…) y soy cantautor… Les quiero dedicar un bonito tema que me pertenece: ¡¡El rosal del duraznero!!
Y ya no se escuchó más nada de Felipe G. El griterío volvió a ser infernal; los silbidos hirieron los tímpanos; las risas se ahogaron en carcajadas espasmódicas; todo el mundo saltaba y los más enfervorizados rompieron apoyabrazos de las butacas para usarlos como elementos de percusión. Realmente, causó pánico el desborde generalizado del público que se estiró casi hasta el final del encuentro.
Aproximado a uno de los baffles me esforcé en rescatar elementos que me sirvieran para un potencial veredicto. Misión harto difícil. Sólo pude percibir un sonido monocorde de la guitarra y una voz desafinada que se aflautaba en los agudos y se apagaba en los graves para entonar una letra en concordancia a la ridiculez del título, aunque con cierto criterio métrico. Creo recordar el estribillo, a riesgo de no ser fidedigno:
“…era el rocío del mar / que nos mojaba a los dos, / y en el fresco del calor / de aquel otoño de enero, / nos besamos a la sombra / del rosal del duraznero…”
El resto de los competidores pasó sin pena ni gloria. Hubo premios a las mejores actuaciones junto a las falsas promesas de grabar un disco como de la participación en el Festival de Cosquín, detalles que a nadie pareció importarle. Esa noche fue la de un solo protagonista que, soslayando los singulares sucesos, confirmó el vaticinio de un desconocido, vertido entre bambalinas.
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A Felipe G. no lo vi más. Hasta hoy. Como el canto de una letanía llega a mis oídos aquella irrisoria historia de un amor en enero. Estoy en el subte. Entre el murmullo y la sensación de un falso déjà vu revivo aquella experiencia. Salvo que ahora, frente a mí, tengo a un sujeto de extrema delgadez, su ropa raída, pringoso, semicalvo, barbudo y muy avejentado. Está sentado sobre harapos y con la sola compañía de un famélico can disimulado entre cartones y entretenido en roer lo que queda de un hueso. Pulsa su vieja guitarra a la que le sobreviven tres cuerdas destempladas. Puedo distinguir —más que leer— el par de letras (FG) difuminadas por las huellas de cuatro décadas exentas de toda opulencia.
Deposito algunas monedas en un tarro oxidado. Felipe G. me agradece con una mirada lánguida. No me reconoce.
Mientras busco la salida, mezclado en la muchedumbre, percibo algunos gestos socarrones que me vuelven a la realidad. Es que, abstraído en mis recuerdos, iba cantando a viva voz:
… nos besamos a la soombraaaaa
del rosaaal del durazneeeroooooo !!!