Mientras el taxi se acerca al destino que le indiqué al conductor, estoy repasando algunos detalles. Reconozco que ha sido un acto muy osado convocar a este bodegón de San Telmo –lo digo por sus limitadas dimensiones- sin tener indicio alguno de cuántos han decidido asistir a mi propuesta. Al mozo le provoca una sonrisa lo que le respondo a su requerimiento sobre la cantidad de invitados:
-No sé –le digo- pueden ser ocho, diez, quizás veinte… o tal vez ciento ochenta.
La última cifra no es antojadiza. En el escuadrón Comando y Servicios del Regimiento 3 de Caballería de Montaña, en Esquel, éramos algo más de ciento ochenta soldados sobre cuatrocientos del total incorporado. La invitación para encontrarnos precisamente hoy -13 de setiembre- no es casual. Coincide con la fecha de nuestra primera baja, cincuenta años atrás, donde más del ochenta por ciento salimos beneficiados.
La publicación en tres medios gráficos de distinto perfil editorial ha cubierto –creo yo- un amplio espectro de lectores. Tuve en cuenta que, en su gran mayoría, eran residentes de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires. Unos pocos proveníamos del interior. Además, que no haya incluido teléfono alguno ni correo electrónico, abre un sesgo sorpresivo o –por lo menos- debería despertar curiosidad.
Es por eso que he llegado temprano y me estoy ubicando en un lugar estratégico. Desde aquí puedo ver quiénes ingresan por cualquiera de las dos puertas de acceso. Trataré de adivinar quién es cada uno que se acerque y comprobaré si me van reconociendo. Será un juego entretenido.
Por ejemplo, la persona que entra en este momento parece que fuera el Flaco Moglia. Se le parece mucho. Algo desgarbado, la cara alargada, andar cansino. Muy alto. Las arrugas típicas de alguien que siempre sonríe. Moglia siempre sonreía.
Recuerdo que una vez lo tuvieron dos horas en el calabozo por error. Se había cruzado con el teniente coronel, jefe del regimiento, y éste lo mandó a la guardia sin ninguna explicación. Los que estaban a cargo lo encerraron por las dudas o para divertirse. Después se aclaró todo y Moglia quedó en libertad. Sonriendo.
Pero, no. Este parroquiano se sentó a una mesa alejada y ordena algo mientras se dispone a hojear un periódico.
Ahora, alguien se aproxima hacia donde me encuentro. Se me ocurre que puede ser el Gordo Crudo. Su fisonomía es bastante parecida: Rechoncho, petiso, facciones que lo semejan a un cerdo. Se lo ve muy avejentado. Confieso que estoy dudando.
Qué bronca se agarró aquella noche cuando no alcanzó la comida. Resulta que –recién incorporados- comíamos en tandas porque no había utensilios suficientes. Esa vez le tocó en último turno y como los encargados de rancho habían calculado mal, no quedó nada para comer. Para colmo, ni cantina había. Ahí se paró el gordo y empezó a despotricar contra los militares, la Patria, las fechas cívicas, el escudo, la escarapela, el Himno, con todo el mundo. Fue la única vez que lo escuché hablar. Claro, después alcanzaba la comida, había pertrechos suficientes y hasta instalaron una cantina. Ya no tuvo motivos para quejarse.
El mozo lo intercepta y le pregunta si viene por la Cena del Reencuentro, título que se me ocurrió –no fui muy original- para darle cierta entidad al acontecimiento. Agudizo el oído para escuchar la respuesta.
-¡Nooo…! ¡Qué cena ni qué reencuentro…!. ¡¡Yo entré para tomar un café…!!
El camarero le sugiere un lugar más alejado porque ahí está todo reservado y el señor obeso accede refunfuñando.
Bueno, pero el que entra ahora y se dirige a la barra para consultar algo, no puede ser otro que el Maestro Varela. No le puedo errar. Los mismos lentes oscuros con aumento, tez trigueña, escasa cabellera, peinado para atrás. El apodo obedece a que se ofreció para enseñarles a leer y escribir a compañeros analfabetos. No nos tratábamos mucho. Pero me acuerdo de una anécdota que me contó muchas veces. Su recurrencia me hacía pensar que le habían sucedido pocas cosas de importancia en su vida. Decía que había conocido al humorista Juan Verdaguer, circunstancialmente. Que estaban los dos mirando a un obrero que limpiaba vidrios en lo alto de un edificio colgado de un andamio. “Fue entonces –se ponía ceremonioso Varela- que Verdaguer me miró y señalando al limpiavidrios exclamó con su fino y distinguido humor: ¡¡Mirá si se cae…!!”.
El empleado de la barra señala la calle y apunta hacia el sur con el brazo izquierdo mientras que con la mano derecha muestra dos dedos. El hombre parecido a Varela sale presuroso en la dirección indicada.
Para calmar la ansiedad no miro más las puertas. Extraigo algunas fotos de un sobre madera que traje ex profeso y un recorte de diario sobre “La Trochita”. Tres veces hicimos el recorrido –ida y vuelta- Ingeniero Jacobacci-Esquel. Ahora no se puede hacer. El trencito sostiene un recorrido corto con fines turísticos y –también- conserva un servicio de pasajeros desde la terminal sureña a El Maitén.
En aquél entonces, algunos amigos me bardeaban con eso de ¿cómo era la historia del tren chiquito…? Decían que los tenía repodridos con el tema del tren y la colimba. Eran los que se habían salvado. Que no me vengan con el cuento del número bajo, del pie plano o del soplo en el corazón. ¡¡No hicieron el Servicio Militar por inútiles…!!
En esta foto estamos en un desfile en la plaza principal de Esquel. Conmemorábamos a San Martín. Era 17 de Agosto. Aquí reconozco a Pelé Céspedes, al Petiso Imberardi, el furriel Brizuela, el Granadero Mercuriali, el Ñato Cisneros… No están todos. Es una toma parcial. También veo al Petaca González. Una vez nos llenamos de piojos. Esos de cuerpo. Nos poníamos talco mezclado con gamexane para combatirlos. Dos oficiales lo cargaban al petiso González por esa situación y lo rebautizaron “ratus ratus piojosus”. Desde ahora es su nombre científico, le dijeron.
En esta otra estoy con el Alemán Zwtzig. Fuimos muy amigos. Compartíamos todo. Él se quedó para la última baja. Me enteré que falleció. La primera vez que salimos de franco fuimos a lo de “Doña Rosa”, lugar que nos habían recomendado algunos soldados “viejos” cuando nos incorporamos. Estaba en una esquina. Una casa vieja, alta, de ladrillos sin revocar y toda pintada de rosa. Al costado, una puerta de alambre tejido desde donde se veía el patio y parte del corredor que daba a las habitaciones.
Era temprano. Todavía había sol. Golpeamos las manos y salió una señora mayor, vestida de entrecasa y chancleteando rápido, quién preguntó con cierto sigilo:
-¿Qué desean, muchachos?
-Queríamos saber si es acá donde hay chicas para…
-Síiiiiii…. es acá –nos interrumpió doña Rosa-. Pero es temprano… tienen que venir más tarde…, los vecinos… ¡hay que respetar…!
-Disculpe, después venimos…, hasta luego –dijimos a dúo reprimiendo la risa.
Y volvimos. No voy a entrar en detalles. Ya se sabe como es el mecanismo. O, para ser más preciso, como era. Vos golpeabas. Cuando escuchabas: ¡Adelante!, te mandabas y…salga pato o gallareta, como decimos en el campo.
Esa vez me tocó “gallareta” y por lo que comprobé después, mi amigo era más afortunado en eso de golpear puertas.
La hora que propuse para este encuentro fue la diez de la noche. El hecho que sea domingo tiene su contra. Mañana hay que laburar. Ya son las once y media y el mozo me está mirando de reojo. Lo hizo varias veces. Aprovecho para pedirle un sándwich de cocido y queso y una latita de cerveza. Asiente sorprendido y se abstiene de acotarme algo.
A ver, a ver… En este momento está ingresando alguien como de mi edad acompañado por una señorita muy joven. Claro… ¿cómo no se me ocurrió…?. Cuando tuve esta idea pensé como soltero. Que lo soy. Pero, qué lindo que alguien comparta este encuentro con su esposa, o con su hija, como en este caso… supongo. Que los seres queridos puedan reforzar el anecdotario de cuando el jefe de familia tenía veinte años con las renovadas versiones de quiénes fueron sus camaradas, me parece muy simpático.
Perdón, tengo que rectificarme. Nobleza obliga. La pareja que me refería se instaló al fondo del salón, en la penumbra, y se está besuqueando a full. Saquen sus propias conclusiones.
Mientras, vuelvo a mis cavilaciones. Miro una foto del cuartel cuando nevó por primera vez ese año; me viene a la memoria una noche que nos quedamos a dormir en un vagón abandonado en la estación; los primeros “bailes” que nos pegaron; la solidaridad de la gente del pueblo; cuando me eligieron mejor compañero; algunas vivencias de cuando era dragoneante… En fin, pocas pálidas.
Es que, dentro de todo, no la pasamos tan mal. Entramos en marzo, salimos en setiembre; en el medio tuvimos un mes y medio de licencia. Eso sí, nos acuartelaron dos veces. Una, cuando se comentaba que Perón, que estaba exiliado, se había acercado a Brasil. La otra, tenía que ver con un enfrentamiento de nuestros gendarmes contra carabineros chilenos por conflictos de frontera.
En realidad, el problema más grande que tuve fue la falta de dinero. Y con ello, la abstención fortuita de fumar. Había un cabo que en los descansos de instrucción nos decía: “Tienen cinco minutos para fumar… ¡el que tenga!”. Se imaginarán cómo me caía esa expresión. Menos mal que, de vez en cuando, alguien me convidaba un Clifton. Qué placer. Lo estiraba todo lo que podía. Me quemaba los dedos pero me resistía a tirar el pucho.
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Epa…! Estos últimos pensamientos me han demandado bastante tiempo, porque veo a los mozos subir las sillas sobre las mesas para barrer. Han apagado las luces del fondo y ya no quedan más clientes. Solo yo.
Me sobresalto cuando alguien me dice que disculpe pero que tiene que cobrarme para hacer la caja. Pago, dejo el vuelto de propina, apuro la cerveza que quedó en la lata y me encamino al baño.
Cuando estoy saliendo a la calle, una voz –detrás de mí- me advierte:
-Señor, se olvida unas fotos sobre la mesa…!
-¡Tiralas a la basura, pibe! –le contesto fastidioso.
Me cruzo con alguien que me mira. Sin detenerme, giro la cabeza y él hace lo mismo. Me paro en la vereda de enfrente y observo –con disimulo- que el transeúnte está haciendo visera con las dos manos para espiar hacia el interior del bar que acabo de abandonar.
Me pareció que era el Negro Vera. Fugazmente, pude percibir algunos rasgos: la cara chupada, narigón, ojeroso, pelo cortito, casi de mi altura.
A Vera lo había visto dos o tres años después de la baja. Conducía un colectivo. Aunque nos reconocimos de inmediato me ignoró olímpicamente. Así que, por si acaso: “¡¡Tomátelas…!!”
Las dos de la mañana. Una ligera brisa, que aún sopla invernal, recorre la calle semidesierta. Hay sombras que parecen cobrar vida. Me siento raro. Algo me duele en el alma.
- ¡Eeehh…! Pssssst….! ¡¡TAXI!!