La tarde se aburría envuelta en ocres. A excepción de románticos y poetas, nadie en La Esperanza encontraba encanto en ver cómo el verde amarilleaba hasta caer de las ramas. Las temporadas altas, verano e invierno, se esperaban con ansia y ambición de dinero. Todo el mundo se dedicaba con ahínco a sus negocios, incluso aquellos no muy avezados se las arreglaban para pergeñar modos de sacar el mayor beneficio con el menor de los costos. Las inmobiliarias rellenaban mallines para disfrazarlos de terrenos a los que colocaban carteles de venta. Los hoteles pintaban los frentes para mentir una estrella más en la fachada. No faltaban aquellos que cobraban peaje incluso en caminos sin pavimentar. Pero en meses anodinos como los del otoño, nadie sabía en qué invertir el tiempo. El frenesí turístico de las calles se había transformado en un deambular monótono de residentes y la escasa recaudación del verano reflejaba pesimismo y decepción. Los comerciantes, en honor al nombre del pueblo, mantenían esa virtud teologal hasta el siguiente invierno y coincidían, como todos los años, en que los últimos meses habían sido los peores. Y así, transformaban en dólares lo ganado y condenaban a muchos a recaudar lo prometido en la temporada por llegar.
Sin embargo, de lunes a viernes, de dos a tres de la tarde, un extraño fenómeno dejaba vacías las calles de La Esperanza. Aquellos que no trabajaban, se encerraban en sus casas; los que estaban ocupados, abandonaban la tarea; en la escuela habían decretado ese horario como ‘espacio de interés cultural’ y toda la institución se acomodaba en la sala de video. Los pocos desprevenidos que a esa hora nos encontrábamos en la calle atinábamos al bar de Nicolás, el único que seguía abierto al terminar la temporada. Estaba en una esquina estratégica de la calle principal y la diagonal que llevaba a la ruta del centro de ski. Llegaban las dos de la tarde. Ferrán, ducho en el oficio de llevar la bandeja, apuraba los pedidos, se apostaba junto a la barra y Nicolás prendía el televisor. Una pantalla gigante sostenida por un soporte de hierro en el rincón más elevado del bar… y comenzaba la función.
El artesano, el fotógrafo, los taxistas y todo el lucro cesante, en silencio y con la cabeza en alto, nos sentábamos a mirar De Colombia con Amor, la novela que, al decir de los medios, había logrado captar el interés de la platea masculina. También había mujeres que llegaban al bar a esa hora, vendedoras y empleadas municipales en hora de almuerzo, profesionales de la salud y las del rubro legales. A las dos en punto, la atención al servicio de la fantasía disfrazaba, por un rato, la insatisfacción y el desencanto. Luego, la inercia nos regresaba a la actividad; incluso a aquellos que no hacíamos nada, que seguíamos haciendo nada.
Fue un sábado a la tarde después de la siesta. Comenzaban a abrir los negocios y el viejo Rastrojero del ayuntamiento rondaba lento las calles de La Esperanza. Anunciaba el estreno de Mentiras Verdaderas, la película del mes. A falta de cine, las funciones tenían lugar en la Biblioteca del pueblo. El chofer, al mando del destartalado vehículo nos prometía, a través del altavoz, a Schwarzenegger ‘en su nueva faceta de comediante’.
Había poca gente en el bar de Nicolás. Algunos jugaban truco; el fotógrafo y el artesano se desafiaban al ajedrez y la abogada, con un café y una medialuna por compañía, fumaba a la espera de la llegada de Di Bari, el profesor de Botánica. Bastante tímido, inseguro, el hombre llegaba con un libro de texto y se sentaba solo. Pedía una cerveza y un tostado, abría el libro y de tanto en tanto cruzaba miradas con la abogada; ella le sonreía, con la vana esperanza de ver que se levantara y le pidiera compartir mesa. Los demás, al tanto de la situación, aparentaban estar absortos en su tema, pero murmuraban apuestas sobre si la abogada, una vez más, volvería sola a su casa.
— ¡Tengan ustedes muy buenas tardes!, fue el saludo claro y decidido del visitante al atravesar la entrada y dirigirse hasta una mesa vacía al fondo del salón.
Algunos pocos asintieron con la cabeza contestando al saludo y otros solo nos limitamos a observarlo de arriba abajo.
Tendría entre veinticinco y treinta años; alto y delgado, vestía traje negro, camisa roja y corbata negra con pintitas del color de la camisa. Un pañuelo, como un cono de helado invertido que hacía juego con la corbata, asomaba por el bolsillo superior del saco. Además del traje, llamaba la atención el par de zapatos negros, brillantes como recién lustrados. Demasiada elegancia para la temporada baja y en un pueblo de montaña. De un hombro le colgaba la correa de un maletín de cuero oscuro. Debía de estar pesado, por el gesto de alivio que hizo al apoyarlo sobre una de las mesas. El maletín, de dimensiones importantes, tenía una tapa asegurada con una hebilla metálica que se abría o cerraba según se presionaran los bordes. El individuo sonrió para sí, percibiendo la mirada de la audiencia y sin dejar de sonreír nos dijo: ‘Me llamo Ian, y soy mago. Tengan en cuenta que no hago trucos. Eso se lo dejo a los prestidigitadores. Yo soy mago, y los magos…materializamos ilusiones’. Algunos arrugaron el entrecejo, y sonrieron con desdén; otros alzamos las cejas en señal de curiosidad.
Si me permiten, dijo, voy a mostrarles mi magia. Sin dar lugar a respuesta, abrió el maletín y comenzó a sacar con parsimonia los elementos que guardaba. Un paño negro con el que cubrió la mesa a modo de mantel; un cubilete con sus respectivos dados; un mazo de cartas y, como era de esperar, una galera negra, un par de guantes blancos y una varita. Comenzó a contarnos su historia al tiempo que se arremangaba y abría las manos mostrando que nada había ni por aquí, ni por allá. Nos miraba a los ojos, como si hablara personalmente con cada uno de los que estábamos allí. No sabíamos si mirarlo a él o al mazo de cartas, o a los objetos desplegados sobre la mesa. Había adquirido el oficio en sus viajes por Oriente, nos decía. Seguía mezclando y hablando de los grandes magos que le habían transmitido los poderes. Comenzó a acercarse a una de las mesas. Extendió el mazo en abanico y en tono cordial, le pidió a la abogada que tomara una carta cualquiera y no se la mostrara. Luego le preguntó el nombre y su fecha de cumpleaños.
‘Alba, 10 de abril’, dijo la abogada. Ian, sin dejar de sonreír, giró la cabeza hacia la mesa del profesor y le guiñó un ojo. Luego, bajando los párpados y dando la impresión de estar plenamente concentrado dijo:
—Bueno… tomando tus datos… y haciendo mis cálculos…la carta es el as de corazones. ¡Muéstralo a todos, por favor!
La abogada agrandó los ojos al mismo tiempo que abría la boca. Nos mostró el as de corazones, luego giró la cabeza para regalarle una sonrisa al profesor, que la miraba divertido. Ian repitió el número en algunas otras mesas acertando en todos los casos. Así surgió, espontáneo, el aplauso unánime del bar. Guardó todo en el maletín a excepción de la galera. La usó para ‘pasar la gorra’, no hubo nadie que no pusiera aunque fuera un par de monedas. Al terminar la ronda, nos dio las gracias. Guardó el dinero sin contar cuánto había. Se cargó la correa del maletín al hombro y nos saludó con una leve inclinación. Se calzó la galera con elegancia y atravesó la puerta. Parecía un hidalgo de otros tiempos. Lo seguimos con la mirada mientras ascendía por la empinada diagonal hasta perderse de vista.
El domingo amaneció nublado con amenaza de lluvia; Evaristo decidió salir temprano a hacerse de algunas ramas secas para sus artesanías. Era mejor juntarlas antes que el agua las arruinara. Con una cantidad importante, entró al bar y ocupó el lugar de costumbre. Pidió un café, abrió una bolsa y extrajo algunas de sus herramientas de trabajo. Con gubias, pinza y formón escarbaba e iba creando formas con naturalidad y destreza. Duendes, brujas, hadas, ciervos, gnomos, búhos brotaban de su tallado. Todo a modo de acopio para la temporada por llegar. Como todas las cosas que tenemos a nuestro alcance, nos perdemos de ver la maravilla en lo cotidiano. Así es que nadie prestaba atención a las obras que tallaba.
A eso de las cuatro de la tarde, Aparicio, que en temporada baja y a falta de turistas, sacaba fotos para el diario local, llegó con su cámara dispuesto a retratar al mago. Estaba convencido de que volvería para ejecutar el show esa tarde. ¿Adónde iría, si no?
De a poco, fueron entrando los clientes de siempre y otros que no eran habitués y que traían a sus hijos. Rápido se había corrido la voz del nuevo personaje. Cuando apareció la abogada, ya no quedaba mesa por ocupar. Miró a uno y otro lado y al ver que no había lugar, se dirigió a la barra. Sentado junto a la ventana, el profesor juntó coraje y gritó ‘¡Alba!’ Todos giraron la cabeza y lo miraron. Luego giraron en dirección contraria y esperaron la reacción de la mujer. Rojo de la cabeza a los pies y superando la incomodidad del momento, levantó el brazo al tiempo que, con un ademán, señalaba la otra silla vacía junto a su mesa. Sonriendo, la abogada aceptó la invitación. Ferrán trabajaba a cuatro manos tomando y llevando pedidos y esforzando su atención para que nadie se fuera sin pagar. Ya eran casi las seis. El autobús se detuvo en la parada de la diagonal y por la puerta de atrás descendió el mago. Los que desde la ventana del bar lo vieron bajar, dieron la voz al resto. Un rumor de entusiasmo recorrió el salón. Ian se detuvo en la entrada, como para permitir que lo observaran detenidamente. Llevaba puesta la galera. Sonrió franco, se tocó el ala del sombrero en señal de saludo y con paso decidido ingresó al lugar.
—Buenas tardes a todos. ¿Cómo están? —esta vez todos contestamos al saludo. Para los que no me conocen todavía, prosiguió, mi nombre es Ian y soy mago.
Para que a todos nos fuera posible verlo, eligió una mesa en un punto estratégico y comenzó a desplegar su parafernalia. Esta vez pudo lucirla en su totalidad. Globos que tomaban la forma de animales; pañuelos que se transformaban en flores; vasos llenos de líquido que aunque los volcara, no derramaban ni una gota. Magia pura. Los aplausos y el griterío alegre de los chicos acompañaban cada acto. Para cerrar la función y ante el asombro de la platea, dio dos golpecitos con su varita en el borde de la galera y saltó un conejo blanco, otros dos golpecitos más y dos palomas torcazas salieron revoloteando en giros hasta posarse una en cada hombro del mago. Estallaron los aplausos.
Guardó todo en el maletín y volvió a pasar la galera. Esta vez no hubo ruido a monedas y, aunque tampoco contó los billetes, el manojo parecía bastante más abultado que el del día anterior. Saludó, salió y emprendió el ascenso por la diagonal.
‘El Fabuloso Ian ha llegado a La Esperanza’, tal el titular en primera plana del diario del lunes. La foto de Aparicio lo mostraba en acción. Debajo de la imagen, una nota sobre su llegada y la descripción detallada de la performance. El otro acontecimiento era el estreno en el cine. Una favorable crítica ensalzaba la producción y actuación de la estrella principal y finalizaba con el comentario ‘a sala llena’. Excitación inusual para un fin de semana fuera de temporada.
Esa mañana, el profesor Di Bari se levantó con una energía distinta. Entró al curso, ‘Buenos días alumnos, no saquen los libros, solo lapicera y algo para tomar notas’, les dijo. Y prosiguió ‘Vamos a hacer un trabajo práctico en el bosque’, y sacó al curso, por primera vez, a una clase al aire libre. Tenían que tomar nota sobre los cambios que observaran en la naturaleza con la llegada de la nueva estación. Más que divertidos, los alumnos salieron entusiasmados y bajo la guía del profesor llevaron a cabo la consigna e hicieron que este les prometiera, antes de volver al aula, más lecciones ‘in situ’.
Al promediar la mañana, Nicolás les pidió a los proveedores que dejaran el doble de mercadería en consignación, apostando para abastecer el consumo de la semana. ‘Pago el viernes’,aseguró, por las dudas. A las dos de la tarde comenzó la telenovela. Al finalizar el capítulo nos encontrábamos tan entusiasmados que, en lugar de retomar nuestra rutina, nos quedamos discutiendo o especulando qué sucedería en el próximo episodio. La abogada intercambiaba opiniones con Aparicio mientras éste limpiaba la lente del gran angular. El profesor, que había pasado a compartir mesa con Alba, invitaba al fotógrafo a realizar tomas en la próxima salida con sus alumnos al bosque.
‘El lago está planchado’, solíamos decir cuando no había viento. Sin embargo, la más sutil de las brisas lograba ondular esa quietud. Quizás no nos dábamos cuenta, pero desde que Ian había llegado a La Esperanza, una energía sutil ondulaba nuestra monotonía.
Esa semana, todo el pueblo pasó por el bar. Entraban solos, en pareja, en familia, se sentaban y pedían algo para tomar. Leían el diario, simulaban interés en charlas intrascendentes, pero en realidad esperaban a Ian. Este hacía su llegada en diferentes horarios, lo cual, para satisfacción de Nicolás, mantenía una clientela casi permanente. La nueva atracción en La Esperanza hacía que se palpitara el éxito de la temporada por llegar.
Una tarde, Ian no llegó al bar. No nos extrañó, supusimos que habría tenido algún contratiempo intrascendente. Sin embargo, tampoco lo hizo al día siguiente, ni al otro día, ni al día que siguió a ese. Pasábamos a distintas horas, preguntábamos a Ferrán, pero nada. Ni durante la novela colombiana, ni al atardecer, ni tampoco a última hora. Nadie lo había visto por ahí. En un pueblo chico, donde todos saben la vida de todos, ¿cómo era posible que no supiéramos de él más que lo que nos había contado a modo de presentación? No teníamos idea de dónde vivía ni con quién, ni si se mantenía solo con las propinas.
Era sábado, finalizaba el mes. ‘¡Última función, no se pierdan a Schwarzenegger, no dejen de ver esta comedia!’, anunciaba el Rastrojero. Pasaba música, daba vueltas por las calles, casi ni le prestábamos atención. De repente, usando el mismo tono entusiasmado, preguntó: ‘¿Alguien sabe dónde está El Fabuloso Ian? ¿Vendrá esta tarde a regalarnos su magia?’ Luego, en tono más personal agregó, ‘No sólo los chicos, ¡los grandes también te esperamos!’. Y continuó el recorrido.
Aguaceros y mal tiempo no faltaban en esta época del año. Las ráfagas de viento se iban intensificando y el gris plomo del cielo se iluminaba con relámpagos. Los estallidos crecían en intensidad; un rayo dividió al cielo en dos y un trueno ensordecedor dio lugar a una lluvia torrencial. El bar, casi vacío. La mayoría estaba en la biblioteca. Solo los conocidos de siempre nos encontrábamos allí. En la mesa de ajedrez, Aparicio le daba la revancha a Evaristo; Alba y Di Bari compartían cerveza en una esquina del salón y miraban llover, embelesados. Cuando una hora más tarde la tormenta no sólo no había mermado sino que aumentaba el caudal de agua, un apagón dejaba a oscuras La Esperanza. Nicolás y Ferrán distribuyeron vasitos con velas en su interior en las mesas ocupadas y colocaron un farol sol de noche bastante grande sobre la barra. Al cabo de un rato largo, sin miras de resolver el corte, dieron por suspendida la función de cine en la biblioteca. Los frustrados espectadores, grandes y chicos, fueron llegando al bar. Nadie tenía ganas de volver a sus casas en plena oscuridad. Estar en compañía de otros estimulaba el espíritu.
Primero, vimos el brillo de los focos del autobús que bajaba por la diagonal. Después, cuando se fue acercando, la luz amarilla del interior. Al detenerse en la parada, abrió la puerta y lo vimos descender. El chofer esperó que cruzara mientras lo iluminaba con los focos. Gracias a eso pudo ir esquivando los charcos hasta llegar a la entrada del bar. Con una mano sostenía la galera, con la otra, un paraguas negro que lo cubría y chorreaba por todo el borde. Como siempre, se detuvo en la puerta, pero esta vez fue para girar y saludar al conductor del autobús con el pulgar en alto, en agradecimiento por el favor. Luego cerró el paraguas, nos miró y sonrió. ‘¡Viva!’; ‘¡Apareciste al fin!’; gritaron los chicos y corrieron a abrazarlo. ‘¡Era hora!’; ‘¿Dónde te habías metido?; ‘¿Te había tragado la tierra?’ Preguntaban otros que también se acercaban a saludar. Sobre la mesa del fondo apoyó el maletín y lo abrió. En lugar del paño negro, extrajo una sábana blanca. Llamó a Nicolás y a Ferrán y le habló al oído a cada uno. Cuando terminó de hablar, sonrieron y asintieron con la cabeza.
Todos estábamos a la expectativa. Nicolás y el camarero trajeron una escalera y una cuerda que cortaron por la mitad. Ataron dos extremos de la sábana con cada cuerda. Ian se subió a la escalera y sujetó fuerte ambas sogas a dos listones del techo. Nicolás colocó una mesa detrás del improvisado telón y Ferrán apoyó el sol de noche sobre ella. El mago, con amabilidad, nos pidió silencio. Obedecimos, y comenzó la función. ‘Esta noche de tormenta no es casual. Anuncia mágicos acontecimientos. Pido a todos mucha atención. Ustedes han visto los personajes que talla Evaristo, ¿no es así?’ El artesano lo miró entre modesto y sorprendido mientras sentía los ojos de toda la concurrencia puestos en él. ‘Esta noche’, continuó, ‘cobrarán vida ante ustedes’.
De inmediato, se arremangó y desapareció detrás de la sábana. Desde su ubicación en off, comenzó a narrar historias sobre hadas, duendes, brujas y princesas. El sol de noche proyectaba sombras chinas que, salidas de las manos de Ian, poblaban la pantalla. La ilusión se apoderó de los espectadores y no distinguía grandes de chicos. Al terminar el relato, y como por arte de magia, volvió la energía eléctrica y dejó de llover. Esto provocó gran confusión de sentimientos, aplausos, gritos de alegría y diversión tanto por el juego que acababan de presenciar como por la vuelta a casa sin mojarse y con luz. Era el momento de pasar la gorra. Esa noche el desprendimiento vibraba en el ambiente, todos querían dejar su contribución en la galera. El mago guardó el dinero asombrado y agradecido. ‘¡No esperaba tanto, han sido muy generosos!’, nos dijo sin dejar de sonreír. ‘Salieron las estrellas, nada mejor para irme caminando. Adiós a todos y gracias otra vez’, fue su último saludo. Ascendió la diagonal con el paraguas a modo de bastón y se perdió en la noche.
El tiempo fue pasando. Al principio creímos que aparecería de sorpresa, como aquella última vez. No fue así. Para nuestra decepción, El Fabuloso Ian quedó perdido en La Esperanza. Al cabo de algunas temporadas, el interés decayó. Fuimos dejando de nombrarlo, hasta que se hizo recuerdo. Incluso hoy, después de tantos años, hay quien dice que lo inventamos para contar historias a los turistas. Sin embargo, cada tanto, nos parece verlo bajar por la diagonal. Entonces se nos ilumina el rostro… pero no, es solo un atisbo de esperanza, para que el nombre de nuestro pueblo no pierda el orgullo.