María sostuvo una discusión con su esposo mientras seleccionaban al tripulante de la nueva embarcación. Quizás ella sugirió la incorporación del capitán, teniendo en cuenta las características físicas y emocionales del hombre, más que las destrezas y conocimientos necesarios para posesionarse con determinación en el rumbo de la nave.
El matrimonio planeó la travesía inaugural considerando cada detalle. María sirvió champagne a los invitados reunidos en la proa del velero. El calor era sofocante. Constantes vientos alisios obligaron al único tripulante de la embarcación a desarrollar riesgosas maniobras, mientras bajaba las velas a media asta. Sin embargo, las fuertes ráfagas destrozaron parte de la tela del mástil principal.
El capitán condujo a los invitados al interior del navío, donde el elevado volumen de la música suavizó el bramido de las olas que se proyectaban a más de cuatro metros de altura: “Todo está bajo control, disfruten del champagne y la fiesta”. Tal vez María adivinó la destreza emocional del capitán. Dicho esto, el hombre regresó al exterior para retomar una posición estratégica.
María observó al capitán desde el ojo de buey de estribor. Acaso ella dudó entre sumarse a la celebración o salir a cubierta. La mujer subió los tres peldaños de madera de la escalinata, acaso con temor a ser vista por su esposo, y abrió la puerta de conexión a popa. El vendaval devoró su rostro. Miró a su alrededor, tal vez buscando un lugar donde poder sujetarse. La cuerda del mástil principal le sirvió de asidero para desplazarse hacia la cabina de cubierta, en la cual el capitán aferrado al timón, parecía luchar con el destino del velero.
El capitán intentó fondear repetidas veces, pero el vaivén incontrolado del navío impedía que el ancla se emplazara en el fondo del mar. A pesar de las embestidas del viento, María logró acercarse a la cabina de cubierta, afianzándose sobre la cuerda del mástil. Miró a su alrededor e intentó abrir la puerta. Comenzó a librar una batalla contra la fuerza descomunal de la tormenta. Ingresó a la cabina. Los bruscos movimientos del velero lanzaron a María contra el tripulante. El la condujo con firmeza hacia su cuerpo. Intentó besarla. “Aquí no, mi capitán”. Treparon al bote salvavidas sin emitir palabras. Caricias, besos, sus cuerpos arrebatados y sometidos a las fauces de Tritón, en un arrullo mar adentro.