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SENEGAL | Juan Botana

Escrito por el 15 agosto, 2020

SENEGAL


Por Juan Botana

¡Él no era alegre! Ni siquiera demasiado demostrativo. Era un senegalés de unos veintidós años, no más, de sonrisa blanca y tímida y ojos color negro, que miraban para abajo cuando se le apareció de nuevo la señora Basilia, y le compró todos los relojes que llevaba en la valija, y como le pareció insuficiente el dinero que le cobraba, le pidió que fuera a buscar más. Y Handré salió corriendo hasta el quiosco de flores donde escondía la mercadería por si de improviso caía la brigada y le levantaba el puesto (aunque estas cosas se avisan), y le vendió la mercadería de tres valijas, no de una. ¡De tres!

Poco más que la abrazó, se persignó y se arrodilló ante ella, y como si se tratara de un ángel salvador venido del cielo le besó las manos. Basilia le pidió que por favor no lo hiciera, que no sea loco, que estaban en la calle, que los estaban mirando, que no hacía falta, que ella no tenía nada que ver. Que la mandó su patrona a comprarle los relojes. Que quería ayudarlo.

Handré ahora sí la abrazó agradecido, y sin contar el dinero lo guardó en la riñonera y se fue de raje a rendirle cuentas a su jefe Lourenco, contento y cantando en perfecto francés, cuando de pronto se le escapó un: Olé, olé. Olé, olé. Todos los negros tomamos café y se echaron a reír los otros vendedores ambulantes de cuanta cosa se les ocurra ocupando las veredas de Av. Pueyrredón y Av. Corrientes, en la zona del Once.

Handré era alto y flaco, tenía físico de deportista y, de haber tenido chances, hasta podría haber sido modelo. Pero no. Tampoco tenía un oficio del cual jactarse, aunque sabía algo de plomería, un poco de electricidad y algo de albañilería, pero nada más (se las rebuscaba, como quien dice). La suerte, en cambio, lo trajo a la Argentina por un aviso de una ONG que buscaba jóvenes emprendedores con ganas de trabajar en ventas en el país, y una vez en Buenos Aires, después de un curso de español de casi tres meses que le dieron, se topó con Lourenco.

Lourenco era paraguayo, pero nacido en Brasil, manejaba la venta ambulante, y como buen negociador arreglaba con la brigada y con migraciones, y había inventado esa especie de ONG medio turbia, que traía senegaleses al país. Encima lo trataba divino al bueno de Handré y más ahora que no paraba de vender relojes.

Pero un día Basilia dejó de aparecer, y en su lugar, en cambio, se le vino al humo una rubia despampanante, de unos cuarenta y siete años y ojos muy celestes y el pelo planchado, con calzas fucsia. Que estaba apurada porque se tenía que ir corriendo a su clase de pilates y le pidió los relojes. Los mismos que le compraba la señora Basilia. Iba a dar una fiesta en su casa, el sábado a la noche, aprovechando que sus hijos no estaban y que su marido, Francisco, se la pasaba trabajando y no se daba cuenta. Y a los relojes los quería como souvenirs. “Iba a enviar a mi empleada”, le dijo, “Pero esta vez preferí venir yo, personalmente, para conocerte”.

Lo raro es que le habló todo el tiempo en francés. Y eso un poco a Handrè le gustaba y la trató como a una reina. “¿Su nombre es?”, le preguntó. -Mi nombre es Andrea-.

Pero parece que Andrea después se enojó y lo mandó a llamar por su empleada Basilia porque los relojes no andaban y fue un horror cómo se pusieron entonces los invitados de la fiesta. Y así no pensaba comprárselos más. Handré se presentó de inmediato en su casa de Recoleta, con la mirada baja, como se mira naturalmente al que es blanco y le paga, y casi sin levantar la cabeza, se animó a decirle que los relojes andaban. Que Lourenco los entraba vía Paraguay, pero que los importaba directo de China y Sri Lanka. Que eran de los mismos fabricantes que confeccionan para las mejores marcas.

Ella de inmediato le dijo que no se preocupara y que la ayudara, en cambio, a hacer unos ejercicios con las piernas. Después le fue sacando la camisa violeta porque hacía calor, y terminaron en la cama, después de una fiesta. “¿Qué? ¿No te gusta, Handré? ¿Te pasa algo?  Es la canción de tu país, Senegal, la que puse. No sabés cómo la bailaba en mi adolescencia”.

Pero las tardes pasaron. Y cuando se cansó de él se lo pasó de manos a su amiguita nueva, bastante más joven que ella, y que también se la pasaba sola la gran parte del tiempo. Tal vez porque no podía tener hijos o porque su marido Augusto se la pasaba siempre con el esposo de Andrea, trabajando para un político que iba a ser presidente. El marido de Adriana le manejaba la campaña y el de Andrea la custodia. Y pensó que Handré le podría hacer compañía.

De Adriana, en cambio, Handré se enamoró y en lugar de cogerle la concha, le cogía la oreja. Pero con el tiempo, también lo descartó. Un poco porque se estaba enamorando también y otro poco porque tenía miedo que el custodio que le había puesto su esposo, dejara de mirar para otro lado o se diera cuenta. Handré en los dos casos entraba a las casas, siempre con la excusa de hacer algún arreglo de plomería o de lo que sea y después Basilia iba al puesto a comprarle relojes. Y cuando visitaba a las mujeres se los devolvían.

Pero las dos lo dejaron, y ya sin ese dinero extra, lo que rendía el puesto no alcanzaba para pagar la pensión, enviarles dinero a su novia y a su hija a Senegal, y entender de a poco que estaba cada vez más lejos de traerlas. Encima tenía tantos relojes que no tenía donde meterlos, porque no los vendía. Así que hizo un arregló extraño con el Tiburón, traicionando a Lourenco, el mismo peruano que le alquilaba la pieza. Que le ofreció venderlos los fines de semana en un puesto en la feria de Castañares, en el Bajo Flores, bajo techo y aceptó. Un poco con miedo y otro poco porque necesitaba la guita.

Y lo peor que podía pasar, pasó. Unos días más tarde atardeció de golpe como en un derrumbe. De modo que su cuerpo parecía chocarse contra un grito de: “Ahí vienen, ahí vienen. Levantemos”. Handré parecía dormido y tardó en hacer caso. Las palabras que pronunciaron sus compañeros de esquina las escuchó más tarde como si vinieran de lejos. Y ya no pudo hacer nada cuando se vio rodeado por tres de la brigada. El sol del ocaso desoló la acera de Pueyrredón y Corrientes como un día de lluvia en domingo, la vereda desierta de ventas y su mar de gente que seguía paseando cada vez más lejos, más lejos. Y ya no pudo hacer nada cuando se vio rodeado por los tres de la brigada a los costados, después que vino Basilia a traerle las tres valijas con relojes y la plata que le adeudaba Adriana (justo en ese momento), y cuando quiso ponerlos en el quiosco de flores donde habitualmente los guardaba, no tuvo tiempo ni nada. Y la historia una vez más le volvía cambiada.

“No puede ser”, decía, “Lourenco no me dijo nada”. Además en el puesto de flores tenía toda la mercadería, también la que guardaba debajo de la cama de la pieza, porque ya no tenía pieza ni nada y el dinero que juntaba lo traía encima, con el riesgo que eso significa. Si hasta el Tiburón le dijo que ya no lo necesitaba, que lo apretaron para que lo hiciera, que se fuera a otro lado, que no volviera por Once, ni por la pensión por un tiempo, y que por favor no preguntara nada más. “No sé, andate a Constitución, a Solano, a la Av. Avellaneda. A Liniers, o a la Salada. Qué sé yo”, le dijo. “Donde quieras, que no sea Once. Con esa facha vas a conseguir laburo enseguida. Vendiendo ropa en un shopping por ejemplo, algo más legal. En el de Haedo están pidiendo gente y en el de Catán también. Acá no te quiero más. Disculpame, Handré, pero no te puedo explicar. ¡Perdoname! Ya vas a entender”.

Los policías bajaron del móvil: bolsas grandes y precintos y le decomisaron toda la mercadería. Tampoco le dieron tiempo a descartar el dinero, ni aceptaron una coima como arreglo. La orden de levantarlo era estricta. Y tuvo que llevárselo con él a la comisaría, con el riesgo que eso significa. Sabiendo que se lo iban a sacar. Era senegalés, y la documentación precaria que le consiguió Lourenco quién sabe si se encontraba al día.

“Qué se yo, cuando vendes en la calle, estas cosas pasan”, le decía menos nervioso un compañero de celda. “Pero me sacaron toda la plata”, decía.

Él pensaba que Lourenco se enteró o le contó el Tiburón que tenía más relojes de los que podía vender y que los estaba ofreciendo en un puesto en la feria de Bajo Flores, los fines de semana. “Pero no”, le decía el mismo compañero de celda. “En la venta ambulante son todos amigos. ¿Seguro fue por otra cosa?”.

En eso apareció un abogado que lo sacó de la cárcel por pedido de Lourenco, diciéndole que ahora iba a trabajar en un reparto con una camioneta, que eso de estar en la calle no corría más, y que la plata que le sacaron y la mercadería no la devolvían. Y también apareció una rubia parecida a Andrea buscando al comisario. Handré la miró, con la mirada baja como miraba habitualmente al que es blanco y le paga, para que ella no lo viera. En eso se le acercó y le dijo: “¡Handré! Hablame en francés mejor para no levantar sospecha. Es todo lo que te conseguí: 500 dólares. ¿Tenías más? El resto no sé”.

“¿Qué te decía esa mujer, Handré?”, le preguntó el abogado. –Nada-. “¿Qué raro? Es la mujer del comisario, ¿sabías? ¿Por qué se pondría a hablar con vos? -No sé. Se dio cuenta que era senegalés y quería practicar el francés, supongo-.

“¿Qué te decía ese muchacho?”, le hizo la misma pregunta el comisario a Andrea. –Nada-, y obtuvo lo mismo por respuesta. “Te dije mil veces que no quiero que hables con los detenidos, que cada vez que se te ocurre venir a buscarme al trabajo armás algún lío y me alborotàs la seccional. Al final con estos negros tenés que andar con pie de plomo. No los podés tocar. Decí que ahora cuando gane Mauricio se van a meter en el culo este versito de los derechos humanos. Los detenés por vender mercadería en forma ilegal en la vía pública y te cae: migraciones, la embajada de su país, alguna asociación en defensa de no sé qué cosa y se los lleva. Y poco más que tenés que pedirle disculpas. Igual la idea era que saltara más su jefe y se lo llevara de la zona que otra cosa. Queríamos pegarle un buen susto. Si lo hubiéramos podido tener detenido unos días, se lo dejaba a Sánchez y no sabés cómo lo hacía bailar. “Sene Sene Sene Sene Senegal. Sene Senegal”, como dice esa canción brasilera que tanto te gusta. Me tienen podrido estos senegaleses vendiendo en el Once. Encima hasta parece que se hicieran los lindos. Con esas camisas y esos jeans ajustados y esos relojes de fantasía. La gente y los comerciantes nos piden a gritos que los saquemos y después les compran. Y cuando lo hacés haciendo cumplir la ley. ¡Zas! Te aparecen éstos bogas. Yo te quiero mucho, Andreíta. Pero sabés que no me gusta que me vengas a buscar a la seccional y menos sin avisarme. Cada vez que venís me revolucionás la tropa. Encima con esas calzas que te ponés fucsia, se te marca todo el culo. ¡Tapate, mi amor! Me hacés el favor. Mejor te cubro yo con mi saco. ¡No te des vuelta que te están mirando todos! ¡Sabés como son de babosos los poli! Y los reclusos ni te digo”.

De repente, en la mañana húmeda, pasó su brazo derecho por arriba de sus hombros. Aún podía escucharse la respiración de cuando recibió el llamado en su oficina de que un senegalés de unos veintidós años estaba frecuentándola. Le soltó el pelo para que cayera como flecha, rubio y planchado por la espalda. El golpeteo de un cenicero en un espejo que no estaba bien sujetado a la pared, se oyó. En vez de bajarle más el saco, prefirió levantárselo, para que los canas babosos que estaban amontonados en la puerta de la comisaría la vieran mejor de atrás y se calentaran un poco. Con carpa milica comenzó a apretarle el cuello con la mano cada vez más fuerte. “Me estás lastimando, Fran”, le dijo. Francisco le levantó el saco una vez más para que le vieran el culo mientras acercaba su boca a la oreja de Andrea, y su boca de ahogada ingresaba al auto apretándole el cuello con la cabeza baja para que se lo vieran de nuevo. “No quiero que hagas más esas cosas, Andreíta“.  -Queé-, casi ahogada lo dijo. “De presentarle morochos de Senegal a Adriana. A lo mejor vos no lo entendés, porque sos mujer y son otros los códigos. Estos son favores que nos hacemos entre los hombres. Más en la política”. -Ah sí-, exclamó con más aire. “Sí. Sabés que pasa Andrea. No quiero que piensen que Augusto es cornudo”.

Juan Botana

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