Diego llora como nunca. O como lo hizo cuatro años atrás. Otra vez el llanto parece el de millones y no el de uno solo. Hoy, a diferencia de aquella vez que mostró abiertamente al mundo su rostro, esconde las mejillas saladas entre sus manos. Desea con locura que sus manos fueran más grandes. Que lo envuelvan, lo apretujen y lo escondan. La puerta de la habitación se abre y se cierra constantemente y eso lo hace suponer que hay un hormiguero de gente detrás de la barrera de sus dedos. Todo le parece una locura. Todo. Incluso eso de pensar en esconderse que es algo que nunca imagino pensar. ¡Justo él pensar en esconderse!
De pronto el susurro enfermizo que flota o se hunde en el ambiente se corta con una voz que a Diego le hace despegar las manos nerviosas de sus pómulos ya marcados de tanta presión. Ni él ni el “tordo” son los mismos que fueron unas horas atrás. Cuando no había atrás. Cuando sólo había adelante.
“Me dijeron que me defendiste como un león”, le suelta Diego emocionado y de paso le agradece que no se haya quedado cruzado de brazos como los otros que por ahí revoloteaban. “Estos son como las moscas, van a revolotear hasta pegarse a la mierda”, dispara encabronado. Los dos ensayan una mueca irónica y también un abrazo, que queda trunco cuando el que debe llevarse las manos a la cara porque se quiebra es el doctor.
El “tordo” siente que un tren lo pasa por encima y lo revolea más de veinte años para atrás. La profesión pero también su historia lo ligaron a los corazones sufridos. Esos corazones que necesitan de un quirófano o de un relato por la radio para sentir que deben hacer el esfuerzo de seguir en carrera.
Le encantaría explicarle a Diego desde que momento eligió nunca cruzarse de brazos pero se abatata. Aunque se muera de ganas no sabe si hablarle de la militancia y de los ideales. Si contarle que cuando chuparon a su hermano Ricardo, él eligió seguir entrenando y atajando todos los sábados. Que aprovechaba los partidos para juntar información y para mostrarles a los secuestradores que no los iban a doblegar así nomás. Que en un encuentro en cancha de Los Andes cruzó todo el terreno del campo para hablar con la hinchada visitante donde había compañeros de lucha de su hermano que le podían tirar alguna data. O decirle que una vez que soltaron a Ricardo entendió que cruzarse de brazos hubiese sido una locura.
De repente Diego, con el poco hilo de voz que le queda, se anima a un “Tordo, mirá que igual yo sé que algunas veces te cruzaste de brazos”. El doctor comprende que Diego en ese momento es un nene que necesita que se sienten al pie de la cama a contarle alguna historia que lo tranquilice.
Roberto Peidró se calza los guantes y la boina para defender el arco del Porve una vez más. Se cruza de brazos mientras un delantero hecho un manojo de nervios encara una carrera indecisa hacia la pelota depositada en un despintado punto penal. Como en aquellos años de barba y pelo largo le parece escuchar un “Dale Loco, dale que lo atajás” y se le escapa una sonrisa. Una sonrisa que al lado de la de Diego queda chiquita.
Ariel Feller