Inerte ya, te deslizas entre mis dedos. Me alegra saber que después de desecharte no habrás de servirle a nadie más. Sin embargo, aunque nunca te haya sentido al tacto tan fría como hoy, mi alma, con la emoción desdoblada frente a la pérdida, se entristece.
No sé por qué los dientes desgastados que exhibes en uno de tus extremos hoy me parecen amenazantes. Acomodados en el espacio justo, especialmente diseñado para ellos, han abierto una de las puertas más importantes de mi vida. Al menos eso he creído.
En mi hogar has ocupado lugares recónditos y pequeños. Entrometida entre los pliegues de mis ropas, oculta en el extremo inaccesible de algún bolsillo -impulsada por tu propio peso- o, apareciendo sorpresivamente en el fondo de algún cajón cuando mis dedos nerviosos te han buscado, has conocido al acecho cuanto secreto he querido guardar. Por momentos me parece estar frente a un espía.
Cuando he deseado olvidarte, tú, pendiente de un clavito a través de tu único ojal, junto a los azulejos de la cocina, has tintineado en complicidad con la más leve brisa hasta el hartazgo.
Me estoy acercando a tu ataúd y, aunque te sé muerta, temo que resucites. No va a ser fácil el destierro. Acabo de arrojarte y lagrimeo. Es tu último sonido contra el cajón.
A partir de este momento, tu cuerpo se deslizará incorruptible entre la basura de los múltiples sarcófagos que te esperan. En cada uno de ellos ocuparás el lugar más profundo. También desde lo más recóndito de mi alma, tu dorado, cada vez más opaco, rodará sin cesar. Con el tiempo, tu perfil se parecerá al del dueño del corazón cuya morada has abierto tantas veces para mí y que hoy, al arrojarte, en un sórdido chasquido, acabo de cerrar.
Maria Alicia Farsetti