La veía pasar siempre en dirección a Triana. Ella le dejaba una flor a los pies de la fuente de la plaza; y él redoblaba sus esfuerzos para que su canto le tocara el corazón. Todo el mundo hablaba del trovador enamorado; y se decía que no se había escuchado voz igual en toda Sevilla.
Verónica venía a veces en compañía de otras gitanas, a veces en soledad consigo misma, siempre dedicándole una mirada cómplice. Cándido tan sólo se atrevía a declarar su amor sobre el tablao donde recitaba y cantaba historias de la época frente a un público ávido de diversión.
En una de esas ocasiones en que el verano arreciaba, Verónica desapareció por varios días. El trovador preguntó y rebuscó por toda Sevilla a una muchacha gitana que todos los miércoles cruzaba el puente entre aldeas. Por más que indagó, nadie supo darle razón de su paradero. Hasta que una noche, en la plaza, cuando la luna de los frascuelos brillaba sobre su cabeza y él la contemplaba desesperanzado, una muchacha se le acercó con un cofrecito en la mano y se arrodilló ante él.
– Sé que me amas. Yo también te amo, pero estoy condenada. Vengo a rogarte que me cuides lo único que no se me permite llevar donde debo ir. Aquí dentro está mi corazón, desbordado y seducido por tus canciones. Es tuyo. Por favor, cuídamelo. Lo necesitarás para encontrarme. Guárdalo hasta que nos volvamos a encontrar en otro mundo.
Cándido quiso saber detalles de aquel suceso tan extraño. No lo consiguió: Verónica corrió tan rápido que desapareció a la vuelta de la esquina. Desconcertado, el trovador abrió el cofrecillo que ella dejara a sus pies y se encontró con un corazón humano aún bullente, cuyos fuertes latidos le hablaban de la pasión de su amor perdido.
Lo acusarían de asesino o aun de demente si lo encontraban en posesión de semejante despropósito, por lo que decidió no mostrar jamás el cofre a ningún ser vivo hasta que el destino fuera cumplido.
Lleno de dolor, siguió trovando por aquella Andalucía mora, cobijando el corazón de Verónica celosamente cerca del suyo. Hasta que una noche escuchó entre la muchedumbre las noticias de una vieja gitana más entrada en años que en discreción.
– Canta sobre la mujer que han ejecutado. Se dice que el Santo Oficio la condenó por una poción milagrosa que le dio a un niño para salvarlo de la muerte.
– ¿Y el niño se salvó? – preguntó un aldeano entre la concurrencia.
– Sano y salvo está, mas ella fue acusada de malas artes de hechicería. Dicen que antes de que la echaran a la hoguera, se arrancó su corazón con sus propias manos, prometiendo que volvería de la muerte.
– Nada sé como para cantar sobre tal asunto – se excusó Cándido.
Con el misterio develado, ahora no tenía dudas: Verónica le había confiado el único trozo de vida que había podido dejar en la tierra. Pero entonces, si ella había sido capaz de llegar desde la muerte para entregarle su corazón, eso quería decir que el trovador solamente podría devolvérselo traspasando esas mismas puertas sombrías.
Corrió tras la vieja gitana que le diera la clave del enigma. Ella no esperó que la llamara. Sin que el enamorado explicara la situación, la hechicera recomendó en tono grave:
– Tú tienes su corazón, lo he sabido. Debes mantenerlo a salvo, pues será con lo único que podrás encontrarla y hacerla volver. Para ello debes abrir primero los tres portones del infierno.
– Si supiera dónde está, ni Dios ni el Diablo impedirían que la sacara de sus entrañas.
– Busca en tus trovas. Quizá halles la respuesta – y se marchó.
El problema no se presentaba fácil de resolver. Averiguó de incógnito entre los oficiales del pueblo, y supo que el cadáver sin corazón había sido echado a la hoguera por segunda vez, para asegurar la purificación de su supuesto horrible pecado. Se corría el rumor de que los gitanos condenados iban a parar al Infierno de los Errantes.
Cándido siguió trovando por varios días en distintas plazas, tratando de descubrir en sus cantares la respuesta que lo llevaría hacia donde Verónica esperaba ser devuelta a su inocencia.
Todas las canciones y leyendas iban a parar a un mismo lado: al recuerdo de su muchacha. La gente de las aldeas lo colmaba de regalos, comida y presentes; cada vez más embelesados por sus melodías, que destilaban quejas de un amor malogrado, del cual solo quedaba en un cofre un corazón caliente.
No daba con la clave, hasta que sus pasos lo llevaron a las postrimerías de Jaén. Allí, entre los pueblos perdidos, al margen de todo y de todos, Rafael sintió su canción más dolorosa, y tuvo la visión de una posada abandonada.
Entró a la ciudad por la noche, como un lobo acechando su presa. Caminó un buen rato hasta dar con lo que buscaba. Una vieja posada derruida por la humedad y el salvajismo de sus antiguos moradores.
No había llave, ni la necesitaba: la puerta no existía. Resguardó el corazón en su morral y se dedicó a indagar en el lugar.
No había escaleras, ni subsuelos, aunque sí diferentes estancias abandonadas. Abrió todas las puertas, pero sólo encontró mugre y restos de comida en podredumbre. Sin embargo, comenzó a sentir cómo dentro del morral el corazón de Verónica se agitaba cada vez con más desesperación.
Tras un pasillo que comunicaba con los establos, Cándido vio tres altas puertas interconectadas. Le cerraban el paso, y por más violencia que usó para derribarlas, nada pudo su fuerza contra aquel obstáculo en apariencia insalvable.
Deshecho de cansancio por sus intentos fallidos, se desplomó sobre la mesa principal de la casa. Pasaron varios minutos sin oír nada, hasta que se escuchó la carreta de un ropavejero que pasaba por la calle. Salió a toda prisa.
– Son las puertas del infierno- le gritó el carrero – Si de verdad quieres abrirlas, debes dejar caer la sangre de tu propio corazón sobre aquél de la mujer que amas. Con esto puedes hacerlo – y le estiró la mano.
Cándido no esperó más especificaciones. Volvió a las tres puertas, abrió el cofre y se hirió el pecho con una pequeña daga que le diera su ocasional amigo. El corazón de Verónica se mojó con la sangre de su enamorado, y al instante, las puertas se apartaron para que Rafael pudiera ingresar en negros jardines poblados por sombras de condenados inocentes.
La vislumbró entre cadenas, custodiada por dos cuervos gigantescos. Verónica lo vio arrastrarse luchando contra los maldecidos que le impedían el paso. Debilitado por la herida, Cándido colocó el cofre delante de aquellos carceleros.
– Me la llevaré – afirmó – He venido a buscarla. Resguardé su corazón y con él la sacaré del infierno.
– Sólo si terminas de entregar el tuyo – le fue sentenciado.
– No lo haré si no tengo garantías de su libertad – exigió Rafael.
Entonces las cadenas cayeron y Verónica quiso correr hasta el trovador. Los esbirros lo impidieron.
– Primero entrega tu corazón y la llevarás al cielo.
Cándido la miró y comenzó a cantar. Mientras lo hacía, fue hundiendo más y más la daga en su pecho hasta que su corazón saltó afuera con la última nota. Verónica misma, llorando, lo recogió y lo guardó en el cofre junto al de ella.
– Lo cuidaste para poder encontrarme. Ahora, en prueba de mi agradecimiento y mi amor, vendrás conmigo.
Los esbirros del mal desaparecieron; y todo se volvió nítido como la paz. Cándido abrió los ojos y se dejó llevar de la mano hacia un faro que indicaba la cercanía del mar. Hacia allí corrieron juntos.
La vieja gitana se sorprendió al abrir su puerta y encontrar un cofre con dos corazones humanos aún bullentes. Después comprendió. Los guardó enterrados bajo el piso de su alcoba, y nunca nadie supo qué fue del trovador y de su amada.
Sin embargo, al comienzo del otoño, muchos aseguraban que los veían pasar camino a Triana, él, cantando sus amores; ella bailando sus bulerías.
– Los cuidaré hasta que yo misma pueda devolvérselos – se prometió la anciana.
Marisa Arana