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RENEGADO | Marisa Arana

Escrito por el 24 octubre, 2020

RENEGADO


Por Marisa Arana

Lo maté y lo enterré en el jardín de mis viejos. No necesité un revólver ni un cuchillo, ni un veneno. Nada de esas porquerías. La indiferencia me bastó para consumar el hecho.

Papá Zorzal y Mamá Calandria envejecieron diez años a causa del crimen. Ya me tenían harto con su cantinela, así que no hice caso. Yo, el renegado, sólo tuve la deferencia de cubrir con tierra y echar una flor sobre la tumba de mi víctima.

Me fui días después. No soportaba el tufillo a acusación y a reproche que había en el ambiente. No me buscaba la policía, y ni siquiera estaba imputado, pero de todas maneras decidí marcharme.

Papá Zorzal se negó a despedirme, lanzándome improperios indignos de ser citados en un tesauro; mientras que mamá Calandria me vaticinó en un abrazo que no terminaba nunca:

-Vas a volver cantando.

Me fui detrás de la seducción irresistible de las sirenas electrónicas y las bacantes irresponsables de la juventud. No me hice atar al poste. Sucumbí por decisión propia. Conseguí trabajo como musicalizador en orgías de ritmos divertidos y alocados; y me enamoré de las figuras despampanantes y desenfrenadas de los compases libertinos.

Y fui muy feliz. Un día bailaba tan bien como el genio de Graceland; otro, como los marginados del Bronx. Otro, como los mitos de un barco de esclavos. Y fui feliz. Me afloraron rebeldías sin fronteras, no me importó ser hijo pródigo, y ya no recordé que en alguna parte de mi jardín, bajo un rosal, mi crimen me estaba esperando.

Volé y corrí por todas las tierras. Conocí nuevas armonías y pentacordios; nuevos intervalos transgresores, insultantes arpegios. Desaté mis pasiones en las alegrías de claves foráneas. Y fui feliz. Todas ellas me hicieron feliz. Y olvidé mi crimen.

Pasaron muchos años, y más años. Más y más. No deseaba volver. Embriagado por los espejitos de una identidad ficticia, me quedé en mi rebeldía y me perdí para los míos. Ni un llamado, ni un mail. Y pasaron los años.

Me cansé de mi locura. Ya no había sabor en seguir embrujos que no tenían mi sabor. Algo comenzó a faltarme, aunque me resistiera a reconocerlo.

Cuando necesité consuelo, ningún compás ni pentagrama de aquellos que admiraba y había albergado desde siempre me consoló. Cuando quise darme cuenta, me quedé solo, y descubrí la nostalgia.

Por eso volví. Lo hice, paradójicamente, sin tristeza, y cantando…

Cantando ese tango enterrado en mi jardín y al que algún día pensé que había asesinado.

Marisa Arana

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