La deseaba desde hacía mucho tiempo. Años. Ahora estaba decidido. La compraría. Aunque fuese cara. Muy cara. Con ella escribiría su primera novela. Una gran obra. El inicio de su camino hacia la gloria.
¡Al fin era suya! Sobria. Elegante. Distinguida.
Comenzó a escribir. Las ideas fluían en su mente, sin dificultad, como nunca antes. Las palabras brotaban, a borbotones. Formaban cascadas. Y las cascadas, ríos. De tinta.
Se sumaban las páginas. Cincuenta. Cien. Trescientas…
Quería llegar al final. Cerrar la historia. Era imposible. Cada vez que iba a hacerlo, un nuevo personaje aparecía, y reclamaba su derecho a un papel, aunque fuera secundario.
Luego de muchos titubeos, concluyó que lo mejor sería desprenderse de ella. La llevaría lejos, muy lejos, y la olvidaría para siempre.
Alquiló un barquito y se internó mar adentro. Llegó hasta donde el mundo era agua y nada más que agua.
Sacó el estuche de la mochila. La imaginó en su interior. Hasta le pareció sentir una mirada extraña. Divagaba. La inmensidad, seguramente. Pero fue solo un instante.
Con toda la energía de que era capaz, arrojó el estuche. Y la arrojó a ella. Al profundo, profundo azul.
Con más alivio que pena, regresó a su hogar. Corrió al escritorio. ¡Ahora sí podría terminar su novela! Buscó el cuaderno. Lo abrió. Lo hojeó. Lo dejó caer.
Su cara, aterrorizada, estaba tan blanca como las hojas.
Cristina Rodríguez