Me había vestido para el show de Billy Cafaro cuando llegó el tío Cosme. Entonces recordé que era el día de San Juan.
—Te esperaba —mentí.
—Hay tiempo para un par de mates —dijo—. Tenemos tren a las cinco y diez.
Yo no compartía su devoción. Pero debía seguirle la corriente. El tío Cosme nos había asistido después de la muerte de papá, y aún recurríamos a su buena voluntad en momentos de apremio.
—¿Estás seguro? —pregunté, por demostrar interés.
—A seguro lo llevaron preso —dijo, habilitando un margen de duda.
Caminamos hasta la estación. El sol frío de junio se apagaba, dando paso a una brisa insistente.
—Qué broma del destino. Un vulgar accidente de tránsito. Eso fue. Ni siquiera llegó a levantar vuelo.
Sacudió la cabeza como para deshacerse de un mal pensamiento.
—No puede haber terminado como dicen. Sería indigno de él.
Y al pronunciar el pronombre “él”, ahuecó la voz en una entonación reverencial. Para mí “él” era tan sólo una voz que salía de la radio cada tanto y a la que no prestaba demasiada atención. También una foto en el espejo de los colectivos y, desde siempre, en el comedor del tío, junto al retrato oval de los abuelos.
—Es un día especial —dijo—. Mil nueve treinta y cinco, mil nueve sesenta. Veinticinco años. Parece mentira cómo corre el tiempo.
-—Pero el año pasado ya lo oyeron ¿no?
—Estuve indagando en el vecindario. No quise preguntar directamente. Sólo si habían escuchado algo extraño.
—¿Y?
—En Ballester la gente es muy reservada. Muchos alemanes. A lo mejor tienen cosas que esconder. En eso no me meto. Pero a uno le pareció escuchar algo.
—La casa ¿se sabe de quién es?
—Lleva abandonada muchos años. Una de esas sucesiones complicadas. Se van muriendo los herederos originales y los nuevos se reproducen como conejos.
—¿A vos qué te parece? ¿Es él o el fantasma?
—Qué más da. Nosotros ¿qué somos?
—No sé. Nunca me lo pregunté.
—Unos dicen que está desfigurado por el fuego y no quiere mostrarse. Para otros es el fantasma, y vuelve para que no lo olviden.
—¿Y vos que decís?
—Nada. Yo no digo nada. Puede ser las dos cosas juntas. Él es único.
Bajamos en Villa Ballester ya de noche.
—Es por allá. Cinco cuadras.
La brisa por momentos se encrespaba en ráfagas. Un relámpago lejano iluminó el fondo de la calle. Al rato oímos el trueno.
—Viene tormenta —dije-—. ¿Aparecerá?
—Él está más allá del tiempo —dictaminó.
Encorvados, dábamos frente al viento. Se detuvo.
—Es aquella ¿ves?
Uno de aquellos caserones del novecientos, venido muy a menos. Se adivinaban los maderos podridos, las tejas rotas o descolocadas, la herrumbre. Lo que fuera jardín había mutado en malezal salvaje. En el encuentro de las dos aguas, montado sobre flechas en cruz, señoreaba un gallo de latón.
—Hay que esperar —dijo.
El temporal arreciaba. Nos apretamos contra una pared, los cuellos de los abrigos alzados. Intenté en vano prender un cigarrillo.
—¡Allá! —exclamó—. En aquella ventana.
Metiéndose por los vidrios rotos el viento movía algo en los interiores oscuros.
—Pasó rápido —dijo.
Al rato señaló otra ventana, más chica, del piso alto.
—¿Lo ves? Allá está.
Pero yo me había distraído observando el gallo de la veleta. Daba perfil al viento, inmóvil. “Está trabada por el óxido”, pensé. Miré, pero no vi nada.
—Ahora se fue —dijo—. Estate atento. ¿Oís?
El bramido del viento que ya traía agua a baldazos no dejaba oír otra cosa.
—Canta ¿oís? —susurró—. Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos… ¿oís?
—Oigo —mentí.
El tío Cosme había esperado un año entero ese momento. No iba a ser yo quien lo estropeara. Tanto había hecho por nosotros después de aquella desgracia.
Estaba obligado a seguirle la corriente.
—Lástima que no trajimos un grabador —dije.
—El año que viene vamos a venir mejor preparados —dijo.
Ernesto Tancovich