A quienes nacieron después de los años cincuenta del siglo pasado, quizás les parecerá una rareza que la transición de los pantalones cortos a los pantalones largos marcara el fin de la Niñez y el comienzo de la Adolescencia, al menos para sus portadores.
Para la tradición de la época, era casi una ceremonia de iniciación la compra y el uso del primer par de pantalones largos, y muchos de los que hoy tenemos más de setenta y cinco años, esperábamos con pasión ese mágico pasaje que nos convertía casi en adultos, al menos en apariencia.
A los doce años, había chicos pequeños y frágiles como querubines y otros de la misma edad con una barba más que incipiente y una notable altura y contextura física.
También había padres que temían el crecimiento de sus hijos; el “perder al nene” demasiado pronto, y otros, por el contrario, que querían que sus hijos crecieran rápido.
Con la llegada primero gradual y después masiva de los pantalones vaqueros, alrededor de 1950, los azules “jeans”, un pantalón largo para todas las edades, se fue perdiendo la antigua tradición; y el pantalón corto que identificaba a la niñez, ahora era el “ short”, también para todas las edades y cada vez más frecuente en nuestros cálidos veranos.
Mabel era un año mayor que yo y estaba en el secundario. Estaba loco por ella. Era la primera vez que me sucedía. Estaba desesperadamente enamorado y no entendía por qué razón esa pelirroja de fuego, con sus ojos grandotes del color de las pastillas Valda, frente redondita y nariz atrevida como la del “Pibe Piraña”, un personaje de historieta de la época, me quitaba el sueño y me hacía sentir feliz y al mismo tiempo desasosegado con solo pensar en ella.
Pasaba los domingos muchas horas dando vueltas a la manzana en bicicleta, solo para tener la suerte de verla alguna vez en su balcón, y por si fuera poco, todos los mediodías de la semana, me quedaba mirándola hasta que desaparecía en el tranvía 31 que la llevaba al Liceo, rígido como una estaca en la vidriera de la panadería de Cabildo y Manuela Pedraza, justo frente a la parada del tranvía.
Nunca había querido hacer los mandados, pero ahora llegaba de la escuela y sin sacarme el guardapolvo, me ofrecía voluntariamente todos los días para ir a comprar el pan, para asombro de mi mamá, que también se asombraba por lo que tardaba en volver, perdiéndome lo que tanto me gustaba: el radioteatro de aventuras de Héctor Bates, en Radio Porteña en aquellos días de la primavera de 1953, todavía con pantalones cortos.
A Mabel nunca le pude decir lo que sentía por ella, aunque fuera decirle solamente que la quería, no me animé nunca, ni siquiera una palabra.
Con el tiempo se me fue pasando, como una enfermedad, y entonces me dije que me había curado, pero no, algo pasó y hoy, a una distancia de casi sesenta y cinco años de aquellos doce, pienso ¡Qué lástima, tantos años creyendo que todo fue porque no me compraron los pantalones largos hasta los trece, qué tontería, cuánta pérdida!
Alberto Ernesto Feldman