“Inmóvil, como haciéndose estatua, para que nadie la interrogue”
(Del poema “Alba”, de Élida Canestri de Eserequis).
Permaneció sentada en la ajetreada silla de madera, el mate enfriándose olvidado sobre la mesa desnuda. No hubo sollozos en su garganta, mas las lágrimas –tibieza menuda en el frío de mayo- se escurrían por las mejillas enjutas de soles, vientos y escarchas.
Había apagado la radio de prisa, como no queriendo saber; sin embargo, aunque no se habían pronunciado nombres ni detallado circunstancias, ella lo supo. Todo había ocurrido muy rápido e inesperadamente y la humildad de su geografía vital la había dejado en la incertidumbre en cuanto al paradero del ausente. Aún así, ella lo supo.
Continuaba inmóvil, como haciéndose estatua, para quedarse sin latidos. El frío atardecer se colaba con un chiflete sigiloso por las jambas desparejas de puerta y ventanas. La algarabía de las aves del monte llegaba confusa, apagada, y las sombras del atardecer se iban apoderando del rancho.
El frío y la oscuridad de su pecho, empero, eran más hirientes y agobiantes que los de mayo, y las voces de las aves -habitual preludio del reposo- le sonaban ahora como el eco de la voz que desde la radio había anunciado el hundimiento del Crucero General Belgrano.
Y permaneció inmóvil, haciéndose estatua como una Yrit criolla, para despedir al hijo a solas, como cuando lo había parido.
Mario Jaimes