(del libro de cuentos La Coleccionista)
Cuando Mamá murió algunas palabras comenzaron a desaparecer de nuestro
vocabulario. “Extrañar” fue la primera. Después creo que eliminamos “dolor”, y
finalmente la suprimimos a ella.
Con los años otras cosas dejaron de tener nombre. “Partir”, por ejemplo.
Hacíamos grandes rodeos para no preguntar por el día y la hora de la partida y al
final nos acostumbramos a, que si alguien se iba, lo único que importaba era el
regreso. Día de fiesta. Como siempre fuimos austeros para los festejos, la alegría
apenas si se notaba por unas palmadas en la cabeza.
Cuando las palabras empezaron a escasear, comenzamos a comunicarnos con
un “entiendo”, que vino a reemplazar a todas las cosas no dichas y sobre todo a las
que no queríamos escuchar.
El problema fue que al tiempo, de tanto entender, ya no teníamos de qué hablar
y empezamos a dispersarnos. Mi hermana fue la primera que emigró a otro
continente. Le siguió mi hermano que inventó un trabajo en Ushuaia. Mi Papá prefirió
quedarse en el silencio de la casa. Yo también me quedé, no porque quisiera, no me
di cuenta de que se podía partir.
Mis amigos también se fueron, la mayoría se mudó a otros amigos. Estaban
hartos de ver mis caras desencajadas ante sus charlas abiertas y francas en las que
nombraban cuanta palabra se les ocurriera. Por ejemplo, “final”. Yo me levantaba del
cine antes de que la película terminase; dejaba siempre un poco de agua en el vaso
y algo de comida en el plato; en la facultad cursaba hasta noviembre para no tener
que escuchar a los profesores hablando de la última clase, último nada, pensaba.
También odiaba el fin de año, como mucha gente.
No quería que las conversaciones terminaran nunca y tenía preguntas comodín.
“¿Si pudieras pedir un deseo ahora, qué pedirías?”. Si alguien venía a visitarme, cosa
que no ocurría a menudo, rezaba para que se desatara una tormenta que obligara a
la persona a quedarse conmigo.
Al tiempo ya no tenía con quién hablar, eso no me importaba, lo que me
molestaba era no tener a quién escuchar.
Suprimí la alegría y la tristeza y conseguí que casi todo me diera igual. Salvo
por las llamadas que cada tanto recibía de mis hermanos. No sé por qué pero durante
días recordaba sus frases, la mayoría anodinas. En realidad no eran las palabras lo
que recordaba sino los tonos. Este descubrimiento lejos de alegrarme, me aterrorizó.
Las palabras podían controlarse pero los tonos…eso era como querer controlar los
estados de ánimo.
Mi vida era casi normal, a pesar de que la gente me rehuía porque decían que
era aburrida. Hasta yo empecé a aburrirme de mí misma. Me sentía asfixiada de mí.
Mi cabeza pesaba toneladas, cargada de pensamientos e inseguridades, tanto que
adopté la postura de inclinar los hombros hacia adelante para poder sostenerla.
Una tarde creí encontrar una solución. Estaba en la cola para pagar los
impuestos y observé a dos mujeres que hablaban animadamente sin importarles el
tiempo que perdían, parecía que no les dolían las plantas de los pies, ni les molestaba
el calor y la gente que empujaba de atrás pretendiendo acortar la cola. Esas dos
mujeres hablaban sin parar. Estaban tres o cuatro personas más adelante, así que
sólo rescataba restos de frases. “La chica era rara”, afirmaba una y la otra le
respondía, “Sí, es que las habas necesitan muchas horas de remojo”, y la otra
continuaba, “todos lo decían, pero yo no quise escuchar”, y la otra como si nada: “Las
hervís hasta que quedan bien blanditas…”
Por primera vez en mucho tiempo se me escapó una sonrisa: no hacía falta
dialogar para comunicarse, lo importante era hablar en los silencios del otro. Lo
intenté con el mozo en el bar. Pedí un café y le pregunté cómo lo hacía. Al primer
silencio comencé a hablar de la larga cola que había hecho para pagar los impuestos.
El hombre rápidamente olvidó el café y recordó su larga cola para pagar impuestos.
Me enojé, le dije que ya no quería nada y me fui.
Cuando llamó mi hermano, volví a intentarlo. Me hizo las preguntas de rutina,
estudio, trabajo, novios y yo le empecé a contar de la larga cola, insistió con la
pregunta y yo con la cola. Ya enojado preguntó si tenía algún problema. Le corté.
En la familia comenzaron a preocuparse, decían que el punto era que pasaba
demasiado tiempo sola. Para tranquilizarlos adopté un tono de “está todo bien”:
sonreía cuando había que sonreír y ponía gesto de preocupación cuando todos lo
hacían. Logré convencerlos, se me veía mejor, decían. Nadie sabía que a la noche
cuando frente al espejo desarreglaba esa cara, musitaba “pobrecita”, sin entender
por qué. Creo que no me quité la vida, que tanto me molestaba, porque al mirarme
ya me veía muerta.
Un día que volvía a casa, caminaba mirando la punta de mis zapatos cargando
la pesada cartera repleta de trabajo para entretenerme durante el fin de semana,
cuando de pronto sentí una suave caricia en mi cabeza, casi imperceptible. Pensé
que una paloma me había cagado pero al tocarme encontré una hoja marrón que se
deshizo en mi mano al cerrar el puño. Lancé los pedacitos al aire y dejé que cayeran
otra vez sobre mi cabeza. Otoño, dije sin querer y enmudecí sorprendida. Parada
bajo el árbol esperé una nueva hoja mientras pensaba ¡qué raro!, si yo siempre me
deprimo en otoño.
Silvina Schuchner