Éramos amigas desde 5to grado. Por ese marzo de la década del noventa, ella apareció en el patio de la escuela, tímidamente en su soledad y antes del izamiento de la bandera nos pusimos a hablar. Yo dije: “Soy Jazmín. Yo Martina”. Cuando chicas toda relación con otres es mucho más sencilla y pura. Nos sentamos juntas y las circunstancias nos empujaron a una temprana amistad. Recuerdo la primera vez que entré a su casa, a esa vieja casona de la calle Roseti, a dos cuadras de la avenida Federico Lacroze. En pleno corazón de Chacarita, un barrio temido, al menos por mí, porque ahí dormían los muertos, según decía mi abuela Giovanna (yo vivía casi ahí nomás, en Colegiales) La casa tenía unas dimensiones descomunales, de techo alto, con terraza, escaleras y miles de habitaciones. Su perra Daisy nos fue a recibir con un par de lengüetazos en la cara. Una hermosura bigotuda que lloraba cada vez que veía a la gata blanca sentarse en la baranda de la escalera. Pero ese día conocí a una mujer que recuerdo con mucha dulzura, su madre, con una risa tan característica y graciosa que era imposible no tentarse cuando se la oíamos. Su madre era cálida pero con una tristeza que calaba hondo en cualquier alma cada vez que se la miraba a los ojos. Nos había cocinado para el almuerzo milanesas con puré. Ella no comía con nosotras, miraba una telenovela a las dos de la tarde en Canal 13 y fumaba unos Morris que luego le compraríamos a cada rato en el kiosko del hijo del gallego. Su ternura se mezclaba entre humos de cigarros y alcoholes nacionales en formato whisky que bebía como si fuera su muleta de apoyo. Sin saberlo, y ahora que leo todo en lenguaje literario, ella ya era un personaje de ficción. Siempre me interesaron las personas adoloridas, solitarias y difíciles para leer. Y creo que es por eso, en parte, que hoy la recuerdo. La madre de Martina permanecía mucho tiempo en su cuarto, habitualmente acostada, silenciosa, como queriendo encontrar un atenuante en el sueño. Un paliativo a su existencia. Sus bajones anímicos, como sus alegrías extremas, sus rabias y llantos que escuchábamos en la habitación contigua conformaban una resistencia a una vida difícil de transitar, seguramente una vida no elegida. Este sí que era un corazón triste que nunca alcanzó a ver la luz. Y el peso de su cruz nunca se hizo más liviano. Es por eso que las alegrías nacían de sus hijos (además de Martina existían Mariana y Pablo).
Con el correr de los meses, tanto mi madre como la de ella trabaron amistad. Y no pasó mucho tiempo en que me quedé a dormir en su casa (nunca pernocté en otra casa que no sea de mis familiares). Esa noche la última en apagar la luz fue la mamá. Yo dormía en la cama marinera de abajo, en la habitación de Martina. Hacía tiempo que Mariana ya no compartía cuarto con su hermana. La casona quedó en silencio y a oscuras. Por la respiración, me di cuenta que mi amiga se había dormido. Yo estaba atenta a todo, a cualquier ruido desconocido para mi oído. Además me tapaba hasta las orejas porque como la casa quedaba a unas cuadras, largas, del cementerio me generaba pánico ver alguna que otra sombra andariega. Solo resonaba el ruido del filtro de la pecera. Y un temblequeo de la heladera. Pero casi pego un grito cuando sentí que me tocaron los pies.
Era Daisy.
La perrita, que se venía a acostar a mi cama. Daisy, que movía la cola en la penumbra. Con su patita intentaba meterse bajo las frazadas. No la dejé pero igual logró su objetivo. Con el calor de la perrita al lado todo me fue más ameno. Dormité un poco, la perra suspiró, pero se bajó como un rayo, destapándome, cuando escuchó unas llaves que abrían la puerta de calle. Me asustó aún más y entre dormida mi amiga, desde las alturas, me dijo que no me preocupara por el ruido, que era su hermano Pablo. Al otro día teníamos clases, entrada la madrugada, Daisy volvió a acostarse en mis pies y por fin conseguí cerrar los ojos y descansar.
Esa noche, como todas las noches en que había más gente que el grupo familiar, pidieron un par de pizzas en el local “3 brujas” sobre Lacroze al lado de lo que en ese momento era un boliche llamado “Bassinger”. Y la pizza estaba riquísima, crujiente y alta pero no solo por el sabor sino por lo que implicaba “pedir pizzas en esa casa”: risas, charlas, música, libros, vino y amor.
En esas comidas, en ese pedido de pizzas con jamón y morrones, me acerqué a conocer un mundo nuevo, con mucha música como el Páez según Pablo, los casetes de Sui Generis de Mariana, la excentricidad de Daniel, el desparpajo de Pablo y el arte contenido y expulsado de Mariana.
Pablo vivía a través de las canciones de Fito Páez y yo también aprendí a mirar el mundo cantado por este flaco músico. Mariana escribía en cualquier papel que hubiese por ahí, creaba todo el tiempo, y la mamá leía y leía como ese refugio que hoy también aprendí a armar y defender.
Claro que con Martina crecimos como podíamos a veces a tropezones otras con mayores alegrías. Teníamos nuestros rituales y secretos: los primeros cigarrillos fumados, con un gusto más rico porque fueron hurtados a su mamá, las primeras fiestas con alcohol solapado, los casetes que no teníamos que ver y que por casualidad buscando otras cintas vimos y ahí se nos presentó un mundo adulto desconocido e insoportable de ver, las privatizaciones y las tareas mal hechas y apuradas para ir a jugar, los adoquines de Roseti donde jugábamos a un símil beisbol, el hambre en la calle. Los primeros amores, en clave de “la persona que me gusta” y la fila de desocupados en busca de un trabajo en el noticiero, las rateadas con culpa, el que nos agarren y luego el escarmiento. En esos juegos pintados con dolores neoliberales y pobrezas estructurales fuimos creciendo. Y crecer duele, siempre. Los juegos se mezclaban con gritos de los adultos, peleas interminables en esa casona y la mía. Mientras escribíamos en una hoja para el tutti frutti, cualquier tarde, me enteré que me mudaba. Lejos de Capital. Y en un abrir y cerrar de ojos, todo lo que había en nuestro departamento, estaba distribuido en cajas.
Los meses fueron pasando, me fui, llegó el invierno, de un departamento pasé a una casa con patio, de desear una mascota, la tuve, de ser dos en mi casa, pasé a tener más hermanas y comencé a darme cuenta que necesitaba tanto la literatura como respirar. De mi pequeña realidad me sacó Martina cuando consiguió el teléfono de mi nueva casa, hecho difícil porque había que tener el número del teléfono fijo. Me contó algunas novedades, como que Pablo iba y venía entre internación e internación, entre tratamiento truncos, con sus escapadas, que su mamá lloraba mucho más que antes, que me extrañaba y que cuándo nos íbamos a ver. Yo la escuchaba, pero ya no era lo mismo. Mi vida y mi contexto era otro. No por maldad, sino por contingencia, la sentí distante como si me hablara desde un país sumamente lejano. Era como si sus palabras me resbalaran y cayeran por el piso formando un charco. Y yo impermeable. Cortamos dejando promesas flotando y el tiempo pasó de veras.
Nunca más en toda nuestra adolescencia nos vimos ni hablamos. Pero con veinte años y monedas, me llamó a mi celular. Me sorprendió, fue como si los años me asfixiaran. El choque fue impactante, el pasado me subía por el cuerpo. Su voz era otra, una voz triste, como si buscara en mí aferrarse a momentos irrepetibles. Al minuto de hablar con ella, en realidad de su monólogo, mi intención era apretar el botón de finalizar llamada. Yo estaba lejos, sentimentalmente, no sabía de qué temas hablarle. Y cuando pregunté por su madre, me devolvió una patada en los dientes: falleció hace unos años, sentenció. También que Pablo estaba internado y que la casona estaba en venta, que ya no vivían ahí. No pude preguntar más, solo quería cortar. Irremediablemente me sentí vacía. Le prometí, por compromiso, que seguramente nos íbamos a ver pronto, y en lo profundo supe que ella lo necesitaba realmente. Pero jamás me encontré ni la llamé. Yo también lidiaba con mis propias sombras abandónicas y beber su dolor, por medio del celular, me quebrantó.
Cuando decidí que quería intentar ser docente, imprimí varios currículums y los fui a dejar en las escuelas. Una de ellas quedaba por la calle Roseti, en ese momento no caí en donde era. Cuando me fui acercando, una montaña de recuerdos me asaltaron.
Y algo increíble me pasó esa mañana.
El color rosa de la casa se mantenía a los ponchazos, y al pasar frente a una de las ventanas, todo cerrado por cierto, por una rendija de la persiana pude ver un poco el adentro. Y acá ya no sé si es real o creí verlo. Vi entre telarañas, la casa abandonada, el living sucio, roto, sin vida, sentí un escalofrío, en el cuerpo comprendí lo que dice un escritor de apellido Ramos, que es como si toda la tristeza del mundo la hubiese sentido en mi pecho, la mía, la de ellos, la del barrio, lloré a mares, tanto que me fui corriendo, quería escapar y de hecho al regreso no pasé por ahí. La sensación fue horrible. De verdad, terrorífico el dolor, tan frío y descarnado como nunca lo concebí.
Meses más tarde, por una red social me enteré que Pablo había partido. Le mandé un mensaje a mi antigua amiga con mis condolencias, diciéndole que lo sentía y que yo estaba para lo que necesitara. Nunca fue una pose lo escrito, fue real, pero creo que si hubiera reclamado mi presencia, se me hubiese complicado. No podía contra todo eso. Lo vio pero jamás me contestó, obviamente, y la entiendo.
Antes de que finalizara ese año, volví a pasar por la casona. Tal vez lo necesitaba, volví pero no como dice Gardel con la frente marchita pero sí abrigué que es un soplo la vida. La última vez que había transitado felizmente esa cuadra no llegaba a los 14 años y ahora pisaba los 30. La casa tenía aún el cartel de Venta. Insistí con mirar por la rendija, esta vez todos estábamos ahí. En ese mismo lodo. Y como dice el tango vi llorar la biblia junto al calefón en ese living. Y lloré y lloré esos dulces recuerdos parada frente a la ventana, rememoré: las noches de pizzas de “3 brujas”, la paliza de Mariana, siempre, en el tutti frutti, las horas de música de Fito, las milanesas de su madre, los juegos de mesa, los capítulos de “Montaña Rusa”, los desayunos apurados de café con leche y colectivo 39, las noches de “Videomatch” porque ahí trabajaba su padre como productor, los domingos en “Shoppylandia” y la montaña rusa de agua, los juegos estivales sobre los adoquines con les hijes de los vecines y comerciantes, las erratas al andar en bicicleta, el futbol femenino en Plaza Los Andes, las rabietas de mi abuela porque pasaba más tiempo en Chacarita que en Colegiales, los cuentos de terror de Mariana y su linterna, los gritos de Pablo, los mechones rubios que hubo que tapar para ir a la escuela, el arte de Daniel, el llanto de Daisy por temor a que la gata se cayera de la escalera, los dulces y alfajores de su abuela, el frío de la casa en cualquier estación del año. Todo guardado ahí. Allí permanecíamos los que aún resistíamos a este mundo tan complicado. Las lágrimas no paraban de caerme y lentamente me fui directo a la pizzería “3 brujas”. Quizás buscaba alivio a mis angustias en esa de morrones y jamón. Dónde van los años y este dolor canta Rodolfo Páez. Tal vez a calmar ese hueco eterno que no se saciaba nunca.
Recogiendo mis pasos por esas cuadras, que caminaba en las tardes, al igual que cuando era pre – adolescente, me detuve por Lacroze a mirar desde lejos para el camposanto y pensé que, finalmente, mi abuela tenía razón respecto a Chacarita. Hacía unos años que ella, también, dormía en este barrio.
Marisol Jaime