Él siempre les gritaba a sus empleados.
Un día las palabras sonaron explosivas y se hicieron visibles, como sólidas partículas de aspecto plomizo.
Aterrados, todos se apartaron para esquivarlas. Quedaron sorprendidos al ver que los perdigones, en bandada, salían al exterior a través de una ventana y se dispersaron en el aire.
Él procedió a cerrarla y volvió a gritar con más fuerza, esta vez apuntando a la cara de sus empleados. En cuanto lo hizo, se desplomó. Su espalda estaba llena de perdigones. Habían regresado por la puerta de la trastienda.
María Alicia Farsetti