Unos goterones fueron cayendo, avisando a los desprevenidos que buscaran refugio; después siguió un granizo y se desataron los vientos.
Las ventanas comenzaron a cerrarse. Las de la lancha en que yo viajaba también. Vi el temor en algunos rostros. El agua chocaba contra el maderaje, venía del cielo y del río envalentonado por los elementos sin control.
Recordé la primera tormenta, acurrucada contra la piedra de la gran cueva que nos cobijaba. Me abrazaba las rodillas y escondía el rostro entre las piernas, rogando con los ojos cerrados que volviera el cielo azul.
Pasaron muchos años y corrió mucha agua. Me di cuenta que me volví adulta pero no envejecía. Vi morir a mi compañero, a mis hijos. Rehíce mi vida centenares de veces. Cambié de nombre. Transmití remedios naturales. Me escondí de las hordas de los semidioses. Amé a un hombre que decía tener familia del otro lado del mar, mar que sólo me imaginaba y pedí tener un hijo con mi singularidad, o conocer otro ser como yo para sentirme acompañada. La muerte se los llevaba a todos.
Fui buena agricultora. Aprendí sobre las vides y con el tiempo sobre los vinos, de boca de otros conquistadores, que cansados de las refriegas, desertaban hacia las imponentes montañas. No encontraron oro, pero sí olivos, nueces, manzanas, cerezas. Aprendí a extraer aceite, preparar dulces, hilar lana de vicuñas. Ávida de conocimientos y con todo el tiempo del mundo, tuve muchas profesiones, al principio hogareñas. Cuando quise algo más, me dediqué a ese algo, encerrada en una abadía, fingiendo una creencia que consideraba irracional, sobre todo después de leer muchos libros. También dejé el lugar, cuando la sospecha sobre mis conjuros diabólicos para no envejecer llegó a interesar al obispo. Me acerqué a las ciudades en crecimiento, para esconderme entre sus habitantes. Tenía ahorros y me ofrecí como enfermera en un hospital. Necesitaba conocer médicos, investigadores. Alguien que hubiera escuchado de mi condición. Me miraban como a un orate cuando exponía los síntomas, disfrazados como hechos ocurridos a otros.
Tuvo que avanzar mucho la tecnología, sobre todo la biología y la genética, para darme una explicación teórica: la de una mutante muy específica, con la telomerasa activa, para mantener el ritmo de la subdivisión celular, que aseguraba una calidad de vida y con el supresor de la multiplicación de células cancerosas.
Me di cuenta que era mejor conservar el secreto. Cursé el profesorado en Historia con vinculaciones con la arqueología y me dedique a enseñar, bloqueando afectos primarios, de esos que desgarran.
Una de mis alumnas me habló de Juan, el artesano que fabricaba sillones de mimbre, cuando ella se enteró de mi necesidad, en el amoblamiento del nuevo departamento.
Bajé de la lancha, una vez que llegó al muelle principal del conglomerado de casas del barrio isleño de Santa Catalina. Llovía a cántaros. Pregunté por el taller. Me protegí como pude con el rompevientos que llevaba y corrí hacia el lugar que quería visitar.
Me recibió un aprendiz al que entregué el abrigo que chorreaba agua. Juan estaba trabajando sobre una mesada del fondo. Cuando levantó la vista y sus ojos oscuros me descubrieron, cayeron mis defensas. El aire se electrificó y desaparecieron las excusas para no comenzar nuevamente una relación de deseo y apego irracional. Sus dedos corrieron los cabellos mojados sobre mi frente y su sonrisa selló mi entrega. Hablamos acodados sobre la mesa de trabajo, elegí los materiales, el modelo, el plazo de entrega y volví, volví y me quedé con él, un tiempo más de mi tiempo, hasta que llegó otra noche de tormenta, de ésas con refucilos iluminando el cielo y estrépito de cañones rasgando la oscuridad y no quise esperar. Mientras corría hasta el taller, un rayo impactó en un sauce. Vi ramas y hojas de fuego. Una fuerza invisible me tiró inconsciente sobre un lodazal cercano. Él corrió desesperado a levantarme y en sus brazos me llevó al cercano Puesto de Urgencias. Me aplicaron descargas eléctricas hasta que reaccioné, mi corazón volvió a bombear pero algo se alteró en el ADN, porque… desde ese momento, comencé a envejecer con él.
Yolanda Sa