El hombre de poco más de cuarenta estaciona delante del caserón familiar. La vieja casa le trae muchos recuerdos. Recorre con la mirada el piso superior y se detiene a observar un nido de palomas. Antes no existía. Claro, su abuelo nunca lo hubiera permitido. El ruido del motor lo vuelve a la realidad. Al bajar, el viento le produce un escalofrío.
Marcelito, ¿qué vas a hacer cuando seas grande? No sé, abuelo, ¿por…? ¿No te gustaría ser escritor? ¡Y yo qué sé! Falta mucho para eso, abuelo… No, Marcelito, todo llega, andá pensando. ¿Vos querés que yo sea escritor? Sería lindo, yo tengo muchas historias para contarte. Después vos las escribís y te hacés famoso.
El hombre, que se llama Marcelo, tiene los ojos vidriosos. Pestañea. Una lágrima le deja un surco en la cara. Mira el jardín, es pura tierra, sólo hay algunos árboles raquíticos. El viento vuelve a estremecerlo. Entonces saca un bolso y una mochila del baúl del auto y se dirige hacia la entrada. Prueba la llave, que gira recelosa, y entra. Demora unos instantes en acostumbrar los ojos a la oscuridad, las ventanas conservan los cortinados. Al acercarse a la escalera ve que los peldaños están deteriorados y con lentitud recorre la planta baja.
En la cocina comienza a estornudar. Hay olor a encierro y él es alérgico. Además de cierta tensión que registra en todo el cuerpo desde que entró. Abre la canilla y deja correr el agua. Sin embargo se decide por el termo y toma un antihistamínico con algunos sorbos de café.
¿Tenés historias de terror, abuelo? ¿De las de monstruos, fantasmas y todo eso? Sí, pero si te las cuento no vas a poder dormir. ¡Dale, abuelo, te juro que duermo!
Marcelo entra en el viejo escritorio, ha traído la computadora y sus borradores. Sopla la mesa y una nube de polvo lo obliga a retroceder. El celular vibra en su bolsillo, olvidó activarlo. Es su mujer… Sí, la atmósfera resultó propicia para escribir la novela de terror que viene postergando. Porque el hombre escribe, pero novelas históricas, esas de capa y espada. Esas que requieren años de investigación.
Lo de la novela de terror es una asignatura pendiente con su abuelo que le contaba aquellas historias de Frankenstein, justo cuando se cortaba la luz. O aquellas otras de Sandokán, cuando se iba de campamento y había luna llena. O peor aún… aquellas de Godzilla, cuando Marcelo estaba aprendiendo a nadar en la pileta y no hacía pie.
Pobre viejo, había terminado en un geriátrico sin enterarse de que Marcelo, Marcelito, finalmente se había dedicado a las letras. Aunque no se había hecho famoso y tampoco había escrito historias de terror.
Hasta ahora.
El escritor mira con fijeza la computadora sin decidirse. En su cabeza dan vueltas muchas cosas, ideas que se le fueron ocurriendo, mezcladas con recuerdos felices y de los otros. Para aquietar su ánimo juega con el encendedor. Sin embargo ya no fuma. Dejó de hacerlo cuando le detectaron cáncer a su padre y en un año se murió. De eso hace un montón, mejor no acordarse. Por si los fantasmas del pasado retornaran para molestarlo, guarda el revólver que trajo en un cajón del viejo mueble sobre el que tantas veces su abuelo jugara al solitario. Y comienza a escribir la sinopsis argumental.
“Marta y Jaime están en el living, son marido y mujer, es de noche. Ella comenta que el novio de Isabel, su hija, está dando los primeros pasos como escritor. Sin embargo, Jaime no está demasiado convencido de la elección, cree que se morirá de hambre. De pronto escuchan un ruido extraño en el jardín. Jaime toma el revólver cuando la puerta del frente se abre con violencia.
Un par de hombres entran y les disparan a quemarropa. Jaime y Marta caen. Al escucharse la sirena de la policía, los ladrones huyen por la parte trasera de la casa. Ella parece estar muerta. Él ha perdido mucha sangre y se desmaya.”
Marcelo bebe café despacio y entrecierra los ojos. Retoma la escritura.
“Jaime está en su habitación, a oscuras, en una silla de ruedas. Isabel entra, enciende la luz y le dice a su padre que ella lo necesita, que debe recuperarse por la memoria de su madre, que debe ser fuerte… Pero Jaime tiene la mirada perdida, no la escucha. Y seguramente no volverá a hacerlo.”
Marcelo intenta guardar el archivo y nota que la computadora no responde. Como ya le ha ocurrido, trajo un pequeño grabador de periodista. Para evitar perderlo, con la boca pegada al micrófono lee el texto que acaba de escribir, lo escucha. Satisfecho sale del escritorio y sube la escalera, se ha ganado un recreo. En tanto comienza a aparecer algo en la pantalla.
Ha oscurecido. El hombre, que se llama Marcelo, se asoma desde la baranda del piso superior, está en bata, con el cabello mojado, y siente un escalofrío. Estornuda. Observa la puerta de entrada durante unos momentos. Le parece extraño estar nuevamente allí. Baja con cuidado a raíz de las tablas sueltas de la escalera y enciende las luces del frente. Ajustándose la bata al cuerpo se dirige al living y enciende la luz también. La casa ya no se ve tan sombría. Entra en el escritorio y al acercarse al monitor frunce el ceño. Lee: “Marta está de regreso”, pintado de bermellón. ¿¿De regreso de dónde?? se pregunta y hace un montoncito con la mano. Desconcertado o más bien nervioso vuelve a jugar con el encendedor.
Los timbrazos del teléfono lo sobresaltan y, aunque lo intenta, no llega a atender. Molesto retrocede con vacilación, dándole una segunda oportunidad al arrepentido, quien no insiste. Marcelo lee el texto en la pantalla.
“Un par de hombres entran y le apuntan a Jaime pero Marta lo empuja y una de las balas apenas lo roza.”
El escritor no puede creer que eso esté ocurriendo. Temeroso se asoma al pasillo y observa a lo lejos la oscuridad de la cocina. ¿Cuántas veces jugó a las escondidas con sus primos en esos recovecos y el abuelo cortó la luz? ¡Con la total desaprobación de mamá, por supuesto! Sobre todo cuando el viejo abría la puerta que da al fondo para ponerle más misterio a la cosa.
¿Y si entra Godzilla? Pero, Marcelito, qué disparate decís, yo no veo agua, ¿vos sí?
Sin encontrar respuestas, Marcelo intenta no perder la calma. La puerta de calle está tan cerrada como cuando llegó. Nada ha cambiado desde las seis de la tarde, aunque siente erizarse la piel de la nuca y un frío lo cala hasta los huesos. Decidido, elimina lo que lo desafía desde la pantalla y se sienta en un sillón que hay junto al escritorio con los ojos fijos en la puerta de entrada. El velador encendido le permite controlarse.
Abuelo, ¿te dormiste? Mmmmmmm. ¡Abuelo, hay fantasmas! Sé bueno, revisá el armario…
A Marcelo lo despierta un portazo a medianoche. Un murmullo viene desde la cocina. Con el pecho oprimido tantea en el cajón del escritorio, saca el revólver y enciende el velador. Con movimientos pausados le quita el seguro y comienza a avanzar por el pasillo. Prueba el interruptor de la luz pero no responde. Al aproximarse a la cocina descubre que el murmullo viene de más lejos. De la habitación de servicio.
Sus piernas se aflojan, no sabe qué hacer y piensa en sus hijos, a quienes asusta al igual que lo hacía con él su abuelo. Pero de inmediato se recompone y continúa la marcha. Al doblar por el pasillo, alguien lo está esperando… La paz le vuelve al cuerpo cuando se reconoce en el espejo. La ventana deja que se filtre la luna. Y otra vez el murmullo de la habitación de servicio.
Con el caño del revólver empuja la puerta entreabierta que choca contra la pared y al entrar se reencuentra con el pasado: una cama y su elástico, un colchón despanzurrado, el caballito de madera, libros y revistas apiladas… Algo más allá, la casa de muñecas de su madre. Marcelo se acerca temblando y aprieta el revólver con fuerza en la mano derecha. Con el corazón saltándosele del pecho mira el interior. Está vacía. Sus palpitaciones llegan al límite.
Presuroso retrocede y entra en la cocina, intenta mirar hacia afuera pero la enredadera tapa los vidrios y le permite ver apenas. Ojalá la hubieran quitado hace años, sus noches habrían sido menos angustiosas. Prueba la puerta, está firme. A trasluz adivina la reja sólida.
Marcelo apoya el revólver sobre el mármol de la mesada y toma agua de la canilla. Ahora no está para preocuparse por la alergia. Tiene que enfrentarse a Frankenstein, a Sandokán. “Pero a Godzilla, no” se escucha decir y en eso percibe el sonido del teclado. Con la garganta hecha un nudo tantea el revólver y no lo encuentra. Aferrándose a la mesada toma un cuchillo de vaina gruesa y se persigna como cuando acompañaba a su abuela a la iglesia.
El hombre, que se llama Marcelo, corre desbocado al escritorio, blandiendo su improvisado puñal. Se acerca al monitor y lee.
“La ventana se abre de golpe y vuelan papeles que el escritor tiene junto a la computadora. Se escucha la silla de ruedas de Jaime. El escritor se asoma y lo descubre de pie, detrás de la baranda de la escalera. Está empuñando el revólver. Jaime dispara, el escritor describe una curva perfecta hacia atrás y cae al suelo, muerto.”
Entonces… La ventana se abre de golpe y vuelan papeles que Marcelo tiene junto a la computadora. Se escucha el rodar de una silla…
Al escritor le cuesta respirar, el terror lo invade. Se le escurre el cuchillo entre los dedos. Desesperado, arranca el casete diminuto del grabador y se aproxima a la escalera. En cámara lenta mira hacia arriba, Jaime está parado y lo observa desde la baranda, apuntándolo con el revólver. Marcelo, ya sin tiempo, acerca el encendedor al pequeño casete y, al poner en contacto la cinta con la llama, se escuchan los gritos desgarradores de Godzilla. Las palabras del monitor danzan frenéticas. Suena un disparo y un golpe seco. Algo pesado cae al suelo.
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El escritor está sentado al escritorio. Isabel le hace masajes en los hombros… Pero no es Marcelo, Marcelito, el hombre. Es el otro escritor, el novio de Isabel, que mira fijo la pantalla de la computadora mientras juega con el encendedor.
Selva Ferrari