En tardes estivales, Sócrates se desgañitaba predicando al aire libre, frente a sus alumnos. Lo hacía bajo una enorme sombrilla para evitar que el sol calcinara sus ideas.
Un día, miró a Platón y le dijo:
-¿Por qué escribes tanto, hijo mío?
-Porque tengo miedo, maestro, que a tus sabias palabras se las lleve el viento.
Y de pronto, una sorpresiva tormenta veraniega encapotó el cielo. El remolino huracanado elevó a Sócrates, quien, aferrado a la sombrilla, se esfumó en el aire como la versión masculina de Mary Poppins, mientras contestaba:
-¡Paparruchadas, hijo, paparruchaaa…!
Todos quedaron perplejos. No así Platón que, fanatizado con su obra, nunca se dio cuenta de que el maestro había desaparecido, y continuó escribiendo hasta su muerte.
María Alicia Farsetti