El Bar Eliseo es igual a cualquier boliche tradicional de cualquier pueblo: millones de fotografías, grandes, chicas y medianas, de todos los colores y a veces de paletas indefinidas; que rememoran las glorias pasadas, un retrato del Abasteño con su peinado a la cachetada; la caja del tiempo de Maricastaña; y las mesas con los ceniceros llenos de puchos a medio fumar. Lo que lo hace particular es que no tiene una dirección fija. Puede ser cualquiera de cualquier esquina de cualquier barrio. Pero sus concurrentes, oh milagro, siempre saben dónde está.
Mirmidón López venía rezongando. Hacía días que no podía pisar bien. Entró al bar con la jeta hasta el piso.
– Che, Corno, tengo media hora antes de volver al yugo. Dale, servime lo de siempre.
– Se nos rompió la cafetera esta mañana, narci. No podemos hacer cortado.
– La puta madre. Venía con unas ganas de… Bueno, dame una ginebrita. A falta de pan, buenas son tortas.
Eligió la mesa más cercana a la entrada. Tuvo que sostenerse del respaldo de la silla antes de poder sentarse.
– Este talón de mierda…
Unicórneo se acercó. A una pregunta obvia, una respuesta obvia
– ¿Cómo te parece que ando? Bien. ¿O querés que te cuente? El matasanos me tiene podrido con las infiltraciones. Mucho pinchar, pero cada vez puedo caminar menos. Ese hijo de… rey seudo franchute me vino a romper el hueso justo ahí. Y ya no hay quien lo acomode.
– No te quejes. La sacaste barata. Pudo haberte lastimado otra cosa.
– Callate mejor. Vos también tenés lo tuyo. Dejame de joder.
Aranero Suárez hizo su aparición en el boliche como una tromba, y jadeando igual que un perro.
– Perdoná, león. Casi no llego. Yo le dije que nos habían levantado la pena por poco tiempo, que el recreo no iba a durar mucho, pero la Eunice no quería largarme. Más atorranta esa mina. No me dejaba ir.
– Si querés mi opinión, la culpa es tuya. Vos siempre aceptás sus insinuaciones. Así que no vengas a hacerte el inocente conmigo.
– Tá bien, tá bien. Tenés razón. Me convertí en un cerdo. Hasta ella me lo dijo. Corno – llamó -, otra copita de lo mismo que toma el amigo.
El dueño se apresuró a servirle. Le molestaba el ojo y se lo refregaba con fuerza.
– ¿Andás mejor del ojo? – Preguntó Aranero, estúpidamente – A veces la culpa no me deja dormir.
– Cerrá la boca, ¿querés? Te voy a creer y todo. No hagas preguntas pelotudas. Sos el menos indicado para decirme nada. El oculista ya no sabe de qué disfrazarse. Y todo gracias a vos.
– No me quedaba otra. ¿Qué querías que hiciera? Ya habías morfado bastante a costa mía.
Unicórneo se alejó disgustado
– Che, loco – apuntó Mirmidón – No creo que te perdone. Te fuiste de mambo. No era para tanto.
– ¿No era para tanto? Enrollate la lengua, ¿eh? Se comió todo lo mío y gracias a que me delató tardé veinte años para volver a casa.
– Diez.
– Veinte en total. Con guerra y todo.
– Ya sé, ya sé. Repudriste a todo el mundo con esa historia. Y más a mí, que comparto sección al lado tuyo. Ahora, tengo que reconocerte que la del caballo estuvo buena. Pero qué calor hacía ahí adentro de la panza. Vos y tus ideas
– ¿Preferías pasar otros diez años afuera? No podíamos ir a tocarles el timbre
No hubo respuesta.
– Entonces no me reproches. Yo soy el que salió peor parado de todo ese quilombo.
– O el peor extraviado.
– No me hagás acordar. Todos comieron de lo mío, menos yo.
– Uh, mirá quién viene. Éramos pocos y parió mi abuela.
Martirio Sánchez acababa de entrar, agarrándose la panza.
– Otra vez, capo – dijo Aranero – Pará de comer chocolate, o no va a haber hígado que aguante.
– No puedo. Es una tentación que ya me llevó a ver los rabanitos desde abajo. Me devora. Me tiene encadenado. Pero por mí que reviente. Me duele y me deja de doler cuando se le da la gana. Va y viene.
– A vos solo se te ocurre robarle el asado al jefe. Por eso estás como estás.
– Lo volvería a hacer. Todo por los hombres.
– Tomá rápido la ginebra que tenemos función. ¿Trajiste los disfraces?
Suena un celular.
– ¿Sí? Martirio habla. Qué bajón… ¿No me diga? Bueno, vamos a buscar a alguien. Sí, se reabrieron las relaciones interzonales. Les comento a los muchachos. Adiós, adiós.
– ¿Qué carajo pasa?
– Llamaron de la Zona Roja. Necesitan un jugador para los interzonales del sábado. Se lesionó el Capocha.
– Yo, ni loco – apuntó Aranero – Muy sanguíneo ese estadio. Muy rojo.
– Y eso que no es la cancha de Independiente.
– ¿Y eso qué es?
– Dejá. Ya te voy a explicar. Tengo que descansar tanto con este talón que me leo todas las revistas internacionales de todos los siglos Y como tiene que ver con unos cuernitos…
No les quedaba mucho tiempo de relax. Apuraron los tragos
– Tenemos que volver – dijo Martirio – Cómo vuela el tiempo cuando uno la pasa bien.
– Este talón de mierda… – refunfuñó Mirmidón tratando de levantarse.
– ¿Querés que te ayudemos?
– También, che, tu vieja se pudo haber acordado de lavarte los pies.
– No te metas con mi vieja. Yo dejo tu hígado tranquilo. Dejá a mi vieja en paz.
– Bueno, bueno. Sin peleas. ¿Por qué, en estos minutos que nos quedan, no vamos a ver la función del ciego? Gracias a él todos nos recuerdan.
– A eso vamos.
– Dicen que está hace varios días escribiendo con el gringo de las tragedias.
– Otro también. Podría haber hecho que el fraile ése tuviera correo electrónico.
– Dejate de joder. No habría argumento, ni tragedia. Vamos a la obra, y después al yugo.
Salieron los tres, el forzudo en el medio, saltando en un solo pie. Martirio, fiel a su adicción, sacó otra barra de chocolate y empezó a comer. Aranero se volvió a Corno.
– Mañana arreglame la cafetera, porque si no te juro que te vas a tener que curar el otro ojo que no tenés.
– Atrevete y te morfo crudo.
Los esperaban. Tenían que estar en la función, allí donde, a duras penas, penaban sus miserias.
Unicórneo entró bufando. Sin clientes, cerró el bar hasta nuevo aviso. Y abrió con el señalador el pasaje del ciego, donde se narra su historia.
Marisa Arana