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LEJANA CERCANIA | Ivon Steiner

Publicado el 26 agosto, 2020

LEJANA CERCANIA


Por Ivon Steiner

La vieja bicicleta del maestro rodó dificultosamente por los empantanados caminos del campito. Este lugar del Gran Buenos Aires desprovisto de todo encanto tenía mucho de nada y poco de todo. La pandemia del año 2020 llegó hasta allí como un castigo bíblico de imprevisibles consecuencias.

Con la escuela cerrada, el maestro emprendía cada semana el mismo viaje con anónimo heroísmo, llevando apuntes y libros a sus alumnos. Acercarlos a la lectura en plena cuarentena fue tal vez la hazaña más gloriosa de toda su vida. El viento matinal de mayo se colaba entre los pliegues de su gastado abrigo. Al pedalear entre las piedras regadas del sendero, recordaba su niñez cuando somnoliento, iba a la escuela en bicicleta junto a sus hermanos con algún pan asomando desde el bolsillo del guardapolvo.

El maestro sabía que una mujer rodeada de niños le abriría la tranquera, que lo recibiría una vez más amigablemente aunque, con el saludo distante que obligaba la ley. Sabía también que la casa de su alumno, un humilde rancho de ajustadas proporciones, se dejaba ver solitario y descolorido al lado del viejo árbol que lo vio nacer.

La mujer llevaría puesto, adivinaba el maestro, vestido de algodón viejo y saco de lana, botas cortitas resignadas a cubrir sus cansados pies. A su lado estaría esperando Agustín, su alumno de quince años.  El maestro le traía cada semana un nuevo tesoro: un montón de hojas escritas que él acariciaba en silenciosa gratitud, un libro de tapas verdes ya borroneadas por el tiempo, tal vez una o dos piezas de pan crocante amorosamente horneadas al calor de un fuego casero.

Agustín esperaba anhelante la llegada de su maestro como quién espera la palabra justa de un ser amado. Su madre también aceptaba con sencillez el generoso gesto que era ofrecido a su hijo, se complacía profundamente al ver un brillo renovado en los ojos del chico.

El maestro creía en Agustín y lo consideraba su mejor alumno. El joven era un férreo trabajador en los cultivos de su huerta. Temía que esto eche a perder la frondosa imaginación del chico. Pensaba que la dura vida en el campo no es compasiva y que a veces la ardua labor se lleva para siempre los sueños más profundos jamás confesados.

Agustín se apresuraba a devolverle entonces el libro de la semana anterior y con idéntico gesto recibía el nuevo. En esa ceremonia las palabras se repetían inaudibles pero necesarias en aquella rutina perfecta. El maestro le preguntaba a Agustín de tanto en tanto si había avanzado con la escritura. El chico asentía tímidamente sin animarse a revelar jamás alguno de sus progresos. Preveía, sin embargo, que su último trabajo literario había madurado lo suficiente desde la última vez que su maestro lo interrogó al respecto. Al muchacho le inquietaba relatar la búsqueda desesperada del protagonista de su último cuento: Lejana cercanía. Lo obsesionaba además la idea de ver a su propio padre y sentir su austera presencia calentando ropa sobre la salamandra, juntando leña o acariciando al perro bajo la sombra del viejo árbol.

El maestro debió despedirse, aunque no hubiera querido hacerlo. El chico entró a la casa. Lo siguieron sus hermanos y su madre.

Le hubiera gustado iniciar la nueva lectura frente al fuego de la cocina en ese mismo instante, pero sabía que le aguardaban miles de labores. Su consuelo seguro era la noche. El cantar de los grillos, su única idea del silencio. Sabía que a esas horas no habría niños deambulando y los perros estarían echados previsiblemente en algún rincón de la precaria habitación.

Para Agustín la noche era más que un tiempo. Era un espacio genuino para descubrir y  quedarse a saborear entre lecturas, las palabras que él mismo revelaría más tarde con su propia voz. Le gustaba dar vida a personajes febriles que no demoraban en derramar sus pasiones, sobre las blancas llanuras de papel. Desde la íntima profundidad de su cuaderno de notas, se adentraba en universos lejanos y silenciosos. Muy distantes de la impiadosa cotidianeidad que sofocaba al muchacho. Tras fatigosos esfuerzos, el sueño llegaba inexorablemente para redimirlo de peligrosos desvelos.

Sobre su fiel bicicleta, el maestro cruzó los charcos y esquivó las piedras eternas del camino. Logró llegar al otro lado del triste paisaje conocido atravesando un extenso puente de madera. A ambos lados se erguían indiferentes numerosos cipreses de abultado follaje. Sintió contra su cuerpo el roce de algunas hojas frescas esparcidas por el viento. El maestro pedaleaba ya sin dificultad, dejándose invadir por fragancias exóticas o añejas, como retazos de recuerdos ajenos y propios fusionados en una sola evocación. La certeza de cierta plenitud, le resultaba inmerecida. Desabrochó su abrigo para aclarar la confusa sensación y respiró extrañado (o conmovido) por primera vez desde  el comienzo de la pandemia. Comprendió que era el protagonista de un lugar imposible, y estaba rodeado de todo lo bueno que acaso pudiera existir. Pensó en Agustín e imaginó tomarlo de la mano, compartir con él este regalo que ahora recibía pero que era demasiado grande para apreciarlo solo. Se dejó caer de rodillas y lloró agradecido.

El padre de Agustín supo, o creyó saber, que toda su vida cabía exactamente en ese mismo instante. Ese intervalo de tiempo que se abría inexplicablemente, descrito desde las entrañas de un cuaderno de notas, era ahora su propia existencia. Agustín lo había reconocido. Más tarde, el hombre juntaría leña para la salamandra y acariciaría a su perro como por primera vez.

Ivon Steiner

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