En la primera semana de clases, la señorita Lidia informó a las madres de Primer Grado Superior que, aquel año, no tendrían que comprar el libro de lectura.
Mostrando la caja que los contenía dijo:
-El ministerio ha enviado cantidad suficiente, cada niño tendrá el suyo
A nadie causó extrañeza. Algunos se habían acostumbrado
a la sidra, al pan dulce y a los juguetes que se retiraban en el Correo. Otros, a la furia y al silencio.
Una mano alzada, tímidamente, pidió la palabra. Preguntó detalles del libro.
La señorita Lidia mostró un ejemplar y dijo:
—Se llama “Niños felices”, tiene bellas ilustraciones a todo color.
Pronunciaba la “elle”, hasta la exageración, como le habían enseñado en la Escuela Normal, como Lolita Torres en “La edad del amor”. Abrió una página, al azar, para mostrar el libro.
La madre hizo un gesto, poco perceptible, con la boca.
—Gracias —dijo—, me imaginaba.
La señorita Lidia, con un delantal tan blanco como largo, continuó con la reunión invitándolas a formar parte de la Cooperadora Escolar. La de la mano tímida fue la única que
no se disculpó.
Aquella tarde, como todas, Alicia entró corriendo a la casa. Era una niña feliz, como el título del libro. Eran pocos los días felices que el asma le permitía tener.
La madre la recibió secándose las manos sobre el delantal. Se agachó para darle un beso, le indicó que se lavara las manos antes de merendar. Alicia fue al baño, corriendo.
Al sentirse agitada, se detuvo. Luego continuó, caminando despacio. Así le había indicado el médico que debía proceder.
Desde la radio, el Tarzán de Oscar Rovito invitaba a los niños felices a tomar el Toddy.
Cuando llegó el padre, Alicia mostró el libro que había recibido. Héctor lo miró detenidamente. Mordiéndose, comentó
a la esposa:
—No hay una página que no los nombre.
—Tranquilo viejo, te pueden escuchar.
La madre subió el volumen de la radio. Continuó diciendo:
—Acordate lo que le ocurrió a tu hermano.
Héctor maldijo, en voz baja.
—Claro que me acuerdo de mi hermano.
Luego señaló con el índice hacia una casa vecina.
—También del alcahuete que lo denunció.
El mundo de Alicia terminaba en la vereda, a veces en la plaza del barrio. No vivía en un país de maravillas. Aquel General que gobernaba acumulaba poder y enemigos. El resentimiento y los precios habían ido aumentando año tras año.
Héctor entendía las pintadas con la leyenda “Viva el cáncer, no las justificaba. Una voz, dulce, interrumpió tanta furia.
—¿Me leés algo?
Era Alicia, feliz con el libro nuevo. Feliz como los niños que nombraba el libro nuevo. El padre se agachó para apretarla entre los brazos (temía perderla). Le respondió:
—Después de comer, ¿querés?
Ella prefería los cuentos de Vigil en especial “Los enanitos jardineros”, regalo de una prima cuando estrenó seis
años. La cena fue al compás del Glostora Tango Club. Cuando la radio se silenció, Alicia pidió que se iniciara el familiar rito.
—¿Cuál te leo? —preguntó el padre.
—Cualquiera.
El lector fue pasando páginas, descartando aquellas en las que había imágenes de aquel General o la difunta esposa.
Ésta, pensó, señalando una lectura que se llamaba,
simplemente, “Palomas”.
Aclaró la voz con un carraspeo y comenzó:
Desde la azotea de mi casa diviso un campanario.
En él habitan numerosas palomas.
Vuelan en torno de la torre, otras caminan por la cornisa.
¡Alas blancas, alas grises, alas tornasoladas! Algunas vuelan con cierta indecisión; son los pichones. Tal vez temen caer.
A veces las palomas se remontan en la altura.
Pero siempre vuelven al nido.
Una de mis diversiones favoritas es contemplar las palomas del
viejo campanario.
En la Casa de Gobierno hay muchas palomas.
Omitió la última oración que refería a cierta costumbre de aquel General en alimentar a esas aves. Alicia preguntó:
—¿Me vas a llevar a ver las palomas?
—Sí hija, un día de éstos, te lo prometo.
¡Alas blancas, alas grises, alas tornasoladas!… soñó la
niña, esa y otras noches.
No era barato ir a Buenos Aires por más que los trenes fueran del Estado.
Cuando el médico les recomendó consultar a un especialista en el Hospital de Clínicas, pensaron que era el momento de cumplir con la promesa.
Era junio y hacía frío, les dijeron que era un riesgo que valía la pena correr.
Antes de aquel mediodía estaban en Buenos Aires. A Héctor le gustaba ser puntual. La consulta, era por la tarde y podrían cumplir el sueño de la hija.
Todo era nuevo para Alicia. Todo era miedo para los padres.
-¿Dónde están esas palomas?
-En un rato las vamos a ver.
Tomaron un subte hacia la plaza donde se fabricaba la historia.
Héctor deseaba que aquel General no estuviera alimentando las aves. Alicia soñaba con ellas.
¡Alas blancas, alas grises, alas tornasoladas!
Llegaron pasada la hora del mediodía. Alicia quería volar desde la boca del subte, las manos de sus padres la sujetaron con fuerza.
¡Alas blancas, alas grises, alas tornasoladas! Al fin, pensaba la niña.
No fueron palomas las que ese jueves volaron sobre la plaza. No fueron papeles lo que arrojaron esos aviones.
Tampoco estuvo aquel General alimentando esas aves.
Los encontraron juntos, desfigurados por la metralla.
Los encontraron juntos, aún de la mano.
El almanaque marcaba 16 de Junio de 1955. Fue un Guernica, sin Picasso que lo recuerde.
¡Lágrimas blancas, lágrimas grises, lágrimas tornasoladas!…
Ricardo Alberto Giallorenzi