Ahí estás, adelante mío, respetando el distanciamiento social.
Como siempre te quise, como siempre te soñé. Cambia el paisaje quizás, cambian las circunstancias, pero sos vos. Siempre fuiste vos. Tus rulos, tus ojos, tu voz de carcajada, tu forma de moverte, tu perfume humano, hasta las berenjenas en tu bolsita reutilizable. Todo en vos.
Te amo desde la secundaria. Te amaba. Te amaba perdidamente, como si de ello dependiera mi vida, mi respiración, mi razón de ser. Eras mi musa en la clase de arte, eras mi motivación en atletismo, eras los poemas que escribía por los márgenes del cuaderno de matemáticas. Te amaba desde las sombras de la timidez, desde el anonimato del último banco, donde tallé nuestras iniciales con la punta del compás en un corazón cubista.
¿Cuántos años pasaron?
Creí que ya estaba cicatrizado, que ya era una de esas historias que se cuentan con desapego y sin interés, aunque hayan significado la vida en su momento, como la operación de amígdalas a los 8 años. Hasta perdí la cuenta de cuántos amantes hubo desde ese enamoramiento virginal y desesperado de preadolescente hormonal.
Y ahora te veo, y me siento de nuevo en el recreo de la mañana, viendo desde la distancia como te desperezás y sacás la pelota de tu mochila, y salís al ritmo del timbre a perderte entre las siluetas, porque al lado tuyo el resto son sombras.
No importó mi cobardía, no importó tu soberbia, no importaron las idas y vueltas sin conclusión, ni el viaje de egresados, ni los corazones rotos. Acá estamos, a la misma hora, comprando verduras, en la misma esquina del mismo barrio.
Y pagás, y ahora te vas. Sé que es mi turno, pero los pies no me responden más, mientras veo cómo te alejás. Dos pasos, tres metros, una eternidad. Te llevaste los dos últimos limones del cajón y los sueños de mi adolescencia con vos. Media cuadra, te das media vuelta, pero seguís caminando. Mirás al costado. Mirás para acá. ¿Mirás para acá? ¿Te acordás de algo, te acordás de mí? Parás.
Y volvés. Un paso tímido, dos, tres. Y tu magnetismo me llama, y yo también me acerco. Cuatro pasos, cinco, ahora más rápido, con mayor certeza.
Y sé que debajo de ese barbijo estás sonriendo, porque todavía sonreís con los ojos. Y sé que es tu sonrisa de costado, la que dedicás cuando hacés una travesura, la que deja entrever tus dientes blancos, extrovertidos, que siempre buscaban protagonismo mientras hablabas. Y sé que todavía tenés rota la puntita de la paleta izquierda, porque no creés en las bocas de piano, ni en las sonrisas académicas que son puro marketing entre dentistas. Porque lo sabés, porque tu papá era ortodoncista. Y sé que tus labios están besando el interior de esa tricapa, y yo también quiero besarlos, aunque ya no te conozca, aunque no sepa que fue de tu vida, aunque no sé en quién te convertiste o te transformó la vida después de todos estos años, después de aquella fiesta en la quinta de Pili donde llegué a creer que yo también te gustaba, aunque nunca me lo confesaras, porque me lo dijeron tus ojos. Tus ojos azules, tus ojos de lapizlazuli. Fueron desde siempre mis cómplices. Cuando con su mirada me tocaban a escondidas y escapaban cuando me daba la vuelta. Cuando me buscaban para encontrar complicidad cuando giraba la botellita. Cuando me miraban directo al alma al hablarme de vos, de tu viejo, de tu pueblo. Aquel día lo leí en tus ojos. No era mero contacto visual, era una caricia suave, un mimo en el pelo. Pero por ahí me equivocaba y no quería descubrirlo.
Y acá estamos, a un metro y medio de distancia, frente a frente, como si jamás hubiera pasado el tiempo.
¿Te acordás de mí?, me decís sonriendo. Siempre te creíste el centro del mundo, con esa arrogancia irresistible tan tuya que deberías patentarla. Esa arrogancia que era la pared impenetrable para la versión más insegura de mí a los 17 años.
Te cambió la voz… ¿Es tuya esa voz? Podría ser cualquiera escondiéndose detrás de ese barbijo. Podríamos ser cualquiera. Y, sin embargo, sos vos. Somos nosotros dos.
Claro que me acuerdo, ¿Cómo no me voy a acordar? Y por lo visto vos también te acordás de mí. A mí también me cambió la voz. La de ahora se anima a decir lo que piensa y lo que siente sin quebrarse.
Y sé que ahora me estás dedicando la otra sonrisa. La que tenés reservada sólo para algunos casos especiales. La única que le da rasgos de humanidad a tu belleza endiosada. La que te muestra vulnerable. La que por fin deja en silencio a tus dientes bochinchosos, atrás de los labios, la de la curvatura sutil pero genuina. La de tantos años después…
Supongo que de esto se trata, de amar en secreto. Amar sin poder expresarlo, amar desde una distancia prudencial. Un amor viral, una pandemia. Un sentimiento con corona, que reina soberano de todas las fibras de mi cuerpo y que ahora reafirma su conquista.
Supongo que esto es el amor en tiempos del COVID-19.