Es una calurosa tarde de verano. De esos veranitos rioplatenses, pesados, húmedos, pegajosos.
Los vecinos están todos en las veredas buscando bajo la sombra de los árboles un fresco que no aparece. Las jarras de limonada tampoco son consuelo. Esa modorra triste, tapa las caras mezcla de sueño y estupidez.
Un rumor lejano hace que los perros levanten la cabeza y paren las orejas, pero no, no es nada, y vuelven a su posición anterior tratando de moverse lo menos posible. Los chicos que siempre reniegan por la siesta, están quietos, aburridos y molestos, pero quietos.
De pronto se oye bien claro; ahora sí los perros se paran y se quedan a la espera; los chicos levantan la cabeza, no vaya a ser cosa que el calor los atraviese de nuevo, y miran para el Este. Otra vez, pero ya más cerca, más claro. Esta vez son los chicos los que se paran y comienzan a reírse, los perros en cambio empiezan a moverse inquietos, unos se acercan a sus dueños, otros se meten en las casas, los menos afortunados se guardan en sus cuchas.
Otro más. Ahora son los grandes los que empiezan a moverse; se desperezan, buscan las chancletas que no saben bien si las traían o las dejaron en el patio, recogen las reposeras, toman el último resto de limonada ya caliente, se hablan entre ellos, llaman a los chicos.
Es como una escena que de pronto comienza a tomar vida como cuando un televisor congela la imagen y luego sigue la función.
Otra vez, y ahora sí, rotundo, estrepitoso, invasor, rompiendo la tarde, se oye un trueno.
La imagen, antes detenida, se convierte ahora en una película acelerada de Carlitos Chaplin. Los grandes aceleran sus movimientos, los chicos corretean iniciando de nuevo su juguetona y sonora actividad infantil, los perros son los únicos que tratan de esconderse cada vez más. Una ligera brisa empieza a mover las flores de los canteros y las macetas coloradas y verdes y las ropas tendidas también.
Otro trueno y un relámpago acompañan las primeras gotas. Los vecinos se inquietan, los chicos apuran sus juegos mientras cantan invocando una lluvia bajo la que puedan jugar y refrescarse, los únicos que están inmóviles son los perros.
Un relámpago ilumina todo y otro gran trueno, feroz, se hace dueño del lugar haciendo temblar los vidrios de las ventanas abiertas, las copas brillantes de los cristaleros, los platitos de las paredes.
Ya gotea fuerte y el viento del Este sacude y hace caer hojas, retuerce las sábanas de las sogas, levanta el polvo de las veredas.
Comienza la carrera; los chicos gritando y riendo guardan las bicicletas y los juguetes que estaban desparramados por los patios y la calle, las mujeres con las caras haciendo muecas para esquivar las gotas cada vez más grandes y seguidas sacan la ropa, los hombres, los más serios igual que los perros, se meten en las casas todavía muy calientes, para cerrar las ventanas y puertas que ya han comenzado a golpearse, después le tocará a los autos y camionetas.
El franco olor a tierra mojada, entra por los patios, y se mete en las casas, en la nariz y en la piel de todos al mismo tiempo. Los perros cada vez más asustados por los truenos, relámpagos y rayos, vencieron la resistencia domiciliaria de sus dueños y se mezclan entre las piernas de grandes y chicos, buscando una serenidad que no tiene nadie.
La lluvia empieza a caer abiertamente, el viento, cada vez más fuerte y fresco sacude todo lo que quedó afuera, los grandes empiezan a buscar las compuertas por si el agua se enloquece, las mujeres están serias, los chicos quieren comer tortas fritas, los perros se escondieron en la parte más oscura y lejana de la casa.
Muchas veces este viento hace que el río cercano se vuelva contra la orilla y no deje bajar el agua, además se le suma a esto el problema de los desagües que el intendente del partido promete limpiar, siempre y cuando el Ferrocarril limpie la zanja que corre paralela a las vías y que cada dos o tres cuadras tiene una salida. A su vez, Ferrocarril dice que no tiene problemas, siempre y cuando la Aeronáutica, que está del otro lado de la avenida, abra las bocas que taparon cuando construyeron su Hotel y Centro de Conferencias en terrenos comunales que les fueron cedidos graciosamente por el intendente anterior.
Planteadas así las cosas, los vecinos se fabricaron compuertas caseras para tratar de prevenir la entrada del agua en caso de sudestada.
Las radios y televisores prendidos anunciaron el alerta meteorológico para la zona ribereña. Había comenzado.
El agua ya es rechazada por las rejillas, lo que indica que comienza la operación compuerta. Los hombres las ponen en los garajes porque son las más largas y pesadas, las mujeres en las puertas de calle, patio y cocina porque son más manuables, los chicos tapan con los trapos los desagües de las bañaderas, los inodoros y las rejillas de los baños quedan para lo último para los adultos que se desocupen primero. Los perros están desaparecidos.
Cuando todo está bajo control, los ocupantes de las casas apoyan las frentes en los vidrios mientras alguno prepara la primer ronda de mate. El agua empieza a cubrir el cordón por lo que es conveniente subir los autos por lo menos a la vereda o lo que es mejor, aunque uno se moje un poco, llevarlos dos cuadras arriba, a la barranca.
En las esquinas las cunetas son naturalmente más hondas, y los remolinos empiezan a empujarse unos a otros. Gana siempre el que viene de la barranca, porque claro, es el que viene con todo y desde arriba. Los otros se acoplan a su fuerza y juntos ahogan ya los jardines.
En una de las casas, uno de los chicos, que nunca se quedan quietos, le avisa a la madre que hay agua en la cocina. La familia completa va hacia allá. Puede ser que la compuerta no esté bien trabada, pero no. El patio de atrás, que tiene la compuerta más baja, está lleno de agua. El padre llama al vecino, pero el teléfono está sin línea. El vecino pregunta por la pared del fondo, a los gritos, si tienen agua en la casa. A él le entró por la calle.
En pocos minutos más se corta la luz, cuando ya todos sabían que había empezado la evacuación. Prefectura ya está con los botes a motor sacando a los que viven más abajo. Los llevan a las escuelas, que abren sus humildes puertas para recibirlos aunque no están preparadas. Los cuarteles, que tienen camas, cocinas, ropa y lugar para hacerlo, están ocupados sacando gente con camiones y, en la plana mayor, todavía a nadie se le ocurrió dar refugio a los evacuados.
Los grandes, en las casas se preocupan cada vez más. Se empiezan a levantar los colchones y ponerlos sobre las mesas, lo mismo que frazadas, ropa de abrigo, documentos, comida, bidones de agua, los chicos ponen juguetes, mientras las madres se los sacan diciendo que el lugar es para cosas importantes.
En las casas que tiene otro piso arriba, el éxodo comienza en sentido vertical. Las personas, como en un gigantesco hormiguero, cargan cosas para la planta alta. Acá sí hay más posibilidades, muebles, ropa, alimentos, juguetes, garrafas, hasta los perros suben, buscando refugio.
También se invita a los chicos, las abuelas, las mujeres y, si hay lugar, a los hombres de los vecinos más amigos, eso sí, sólo con víveres y mantas, si tienen garrafas mejor, pero sin los perros.
El agua ya tiene como un metro dentro de las casas, es muy peligroso para los chicos porque el agua puede arrastrarlos. Están sobre las camas descalzos, mojados, tapados con mantas y frazadas. Nadie se ríe, ni gritan, ni siquiera se habla.
Los perros nadan de una cama a otra, con desesperación, con los ojos desorbitados, tratando de llegar a un lugar más alto que no existe a su alcance.
Los hombres, más fuertes, salen a los patios a buscar escaleras para tratar de hacer llegar a sus familias a los techos. Así comienza el éxodo hacia la intemperie.
La Prefectura se desplaza entre coches flotantes como camalotes, y estaciona frente a las casas amarrando las lanchas a los árboles.
Hay gritos, órdenes, llantos, silencios, negativas a dejar las casas por temor a los saqueos. Todo junto en una escena triste, mojada, llena de dolor y pérdida.
Mujeres y chicos son los primeros que se cargan en las lanchas, sólo documentos pueden llevar. A los hombres, si no están enfermos, los vienen a buscar después. Las lanchas parten dejando atrás de ellas una estela de miradas.
Los más viejos son los que más se resisten, total a ellos les queda poco y no quieren perder lo poco que les queda.
Los perros, disimuladamente, son los que primeros que se acomodan en las lanchas de rescate. Total ellos están acostumbrados a que nadie les de bolilla.
Mirta Ester Borbea