Estoy sentado en la silla de caño marrón frente al pupitre de fórmica imitación madera. Tengo puesto el saco azul oscuro, con el olor a chivo de todos los días. Del lado izquierdo, sobre el pecho, el saco tiene un escudo rojo y azul que dice “Lincoln”, y debajo una frase en latín que nunca entendí. Lincoln es el tipo del busto de la entrada, uno de barba con cara de bueno que hizo algo en los Estados Unidos con los negros, creo. Tengo puesto un pantalón gris con manchas, tiene un lamparón azul de la birome que reventó en el bolsillo. La camisa es lo único que me cambio todos los días, y las rayitas blancas de la corbata azul ya están grises. La corbata en la punta tiene, además, manchas de café con leche, porque a veces, se mete dentro de la taza mientras desayuno medio dormido. El nudo está apretado, lo ajusto y desajusto para no tener que hacerlo todos los días.
En el aula somos unos treinta. Yo me siento con Cristian, adelante se sientan Andrés y Diego, y en la línea lateral las chicas.
Entra la Fernández y nos paramos para saludarla. Viene vestida con un saco azul claro, una blusa blanca con volados y una pollera gris. Resopla y deja la puerta abierta. Tartamudea al hablar, mueve la cabeza como si temblara y parpadea rápido, tiene un tic nervioso. Saca un libro que dice “Literatura española” y empieza a leer en voz alta. Su voz chillona molesta; cada tanto se pierde en la lectura y tarda en retomar el hilo. Después se pone a escribir en el pizarrón con letra temblorosa y aprieta la tiza hasta hacerla rechinar. Algunas chicas rezongan… Balbucea algo, los cachetes se le inflan y desinflan. Mis compañeros sacan la carpeta y empiezan a copiar; yo me pongo a dibujar un auto andando en el barro.
La Fernández lee unas cosas más, agarra el borrador y lo pasa por el pizarrón, se da vuelta y nos mira a través de los anteojos de vidrios grandes, sucios por el polvillo de la tiza; las partículas blancas también se le van pegando en el sudor de la cara, se le pegan en el pelo y en la ropa. Se sacude el saco y la blusa con la mano. Ahora la Fernández está metida en una nube de polvo blanco iluminada por rayos de sol que entran del patio. Ella anota más cosas en el pizarrón, yo hago que escribo, pero no escribo.
–¿Tengo que anotar algo de todo eso? –le pregunto a Cristian.
–Después te paso las hojas –contesta.
Pienso que el fin de semana voy a ir a la quinta, como todos los fines de semana. Si hay tormenta quiero trepar al ciprés, y abrazarme a las ramas, para sentir el viento fuerte, moviendo mi cuerpo. Con los Nicotra, unos amigos y vecinos, dijimos de ir en bicicleta por un camino de tierra hasta el río Luján, quedamos en cruzar nadando para ver qué hay en la otra orilla, hasta ahora inexplorada. Si viene mi primo, vamos a correr picadas en la Gaona de tierra.
La Fernández cierra el libro y saca una libretita. Sé que va a empezar por la A, pero los de la A son tragas, así que seguro salta a la B. Yo estoy en la C y comienzo a respirar entrecortado. La Fernández hace un paneo, nos mira a todos. Levanto la carpeta, hago que leo, y trato de taparme un poco la cara… Ahora siento retorcijones en la panza.
–Burzstein –llama la Fernández.
Diego se para y pasa al frente con una sonrisa, tiene la naturalidad del que se tiene confianza.
–¿De qué quiere hablar, Burzstein?
Diego lo mira a Andrés, que le dice algo inaudible.
–De Pío Baroja, profesora –contesta.
Andrés empieza a gesticular, Diego va interpretando y cuenta la obra de Pío Baroja: su primera publicación… vivió entre los años… La Fernández tiene la cabeza metida en su libro, Andrés hace señas a lo loco, Diego las traduce. Cuando ella registra que Diego sigue hablando, dice:
–Está bien, Burzstein, tiene un ocho.
Ahora busca de nuevo en la libretita, si tengo suerte pasa directo a la D, o empieza por el final, o por alguna de las letras del medio, pero mira la libreta y dice en voz alta:
–A ver, Caballero.
Mi apellido suena como un disparo al estómago; odio mi apellido. Cada vez que me nombran las cosas se complican.
La Fernández me sigue mirando… giro la cabeza hacia el costado, otros me miran, no tengo escapatoria. Como en un acto reflejo, sin pensar, tratando de no sentir y casi sin respirar, me paro y paso al frente.
–¿De qué quiere hablar, Caballero?
Yo no me acuerdo de ningún autor. Ayer cuando tendría que haber estudiado me quedé mirando cómo mi hermano preparaba una bomba para poner en el colegio, una bomba de tiempo, hecha con pólvora casera metida en una vaina de fusil, con pilas y un espiral para detonarla; entonces no leí nada, nunca leo nada, y si leo no entiendo, a no ser que mi papá me explique algo, pero siempre discuten con mi mamá de cosas del aserradero, de los clientes que no pagan, de las ventas que no dejan nada, de la madera que compraron y que es mala, y de que ya la pagaron y que se tienen que joder, porque como siempre dice mi papá: “¡estamos meados por los perros!”
Cuando Andrés ve que no digo nada abre los ojos grandes y mueve los labios, Diego me muestra sus apuntes. Los miro y trato de descifrar algo. Estoy tenso. La Fernández ya metió de nuevo la cabeza en su libro. Siento las palmas transpiradas, las meto en los bolsillos para secarlas. Saco una mano y la muevo en el aire, como cuando uno está por explicar algo y digo “Eeeeeeeh”, pero no me sale nada. Quisiera estar pedaleando a toda velocidad por el camino de tierra que va al Río Luján.
–¿Y, Caballero? –dice la Fernández.
Su voz me sacude. Andrés sigue moviendo los labios, Diego pasa la hoja y me señala algo. Desearía que no intentaran ayudarme. Los vuelvo a mirar, por compromiso, y Diego me acerca más las hojas, Andrés exagera la mímica, no me queda claro pero adivino un nombre.
–Calderón de la Barca –digo.
–Bien, Caballero, bien –dice la Fernández–. ¿Qué sabe de Calderón?
Andrés dice algo, lo miro, frunzo los labios, junto las yemas de los dedos. Sandra, que está en la otra fila, me hace una seña para que le preste atención, empieza a hablar bajito, se para, exagera los gestos. Cristian abre la carpeta y la levanta. Los demás hablan entre ellos, algunos miran por la ventana, otros juegan a las carreras de biromes sobre una hoja de papel. Desde el fondo, el gordo Boracchia me señala y se pasa el índice por el cuello varias veces, mientras me muestra los dientes.
La Fernández me dirige la mirada, murmura algo, pasa la hoja y vuelve a concentrarse en la lectura. Aprieto los dedos de las manos. Y los pies….
–¿Y, Caballero?
Cristian señala algo en una hoja, Diego me mira fijo, y mueve la boca. Yo no puedo, sé que no puedo.
La Fernández espera un rato y vuelve a decir:
–¿Y, Caballero? ¿Qué sabe de Calderón?
Ahora deja el libro sobre el escritorio, tamborilea con las uñas sobre la fórmica. Me quedo mirando las partículas de tiza que la envuelven, suben y bajan, hacen turbulencias. Cierro los ojos y me imagino que un remolino eleva a la Fernández por el aire. Que sale por la ventana y que la nube se pierde en la estratósfera…
Pero cuando abro los ojos todavía está ahí, esperando.
. –¡Ay! Caballero…, ¡ay! Caballero…
–Si su hermana era una excelente alumna… Y su hermano era bastante bueno. ¿Qué pasó con usted?
Trato de adivinar una fecha y se me ocurre algo.
–Nació en mil setecientos cincuenta –digo.
La Fernández parece no escuchar; Andrés niega, enérgico, y Sandra sacude la cabeza.
–¿Cómo dijo, Caballero?
–Nació en mil setecientos cincuenta –digo bajito…
–¿Cómo dice?
Me apareció esa fecha en la cabeza y no se me va, no se me ocurre otra cosa, me aferro a ese dato con desesperación.
–Nació en mil setecientos cincuenta –digo fuerte.
–No, Caballero, no. ¿Qué sabe de Calderón, Caballero?
En el aula se hace silencio, los chicos dejan de hablar y de jugar a las carreras. Me muerdo los labios, entrecierro los ojos y siento el sudor corriendo por la espalda. Ahora todos me están mirando. Desde el patio se escuchan los gritos del recreo de primaria.
La Fernández deja el escritorio, pone trompa, la nube de tiza se revoluciona, niega con la cabeza, se da vuelta, se acerca al pizarrón…
Tengo la bomba de tiempo en la mano y está por explotar. Andrés, Sandra y Diego me miran resignados; La Fernández agarra el borrador con furia, levanta el brazo y ¡Pah pah pah…!
– Otra vez tiene un uno, Caballero, vaya a sentarse.
Respiro hondo, camino hasta el banco secándome las palmas en el pantalón. el murmullo recomienza … Cristian cierra la carpeta, Sandra se sienta, yo me tiro en la silla. Sobreviví una vez más. Tengo los pies transpirados, el calzoncillo se me pega en las partes, otra vez las gotas en la espalda.
Andrés se da vuelta y me dice:
–¡Boludo! ¿No te dabas cuenta? ¿No entendías?
Diego se queda en silencio. Y Sandra me mira desde su banco, con pena, sabiendo que yo no puedo de verdad.
Esteban Caballero