(A Roberto)
“Nos iremos al fin, pero aquí estamos,
Con todas las caricias en las manos,
Y otra piel las recibe agradecida”.
Mario Benedetti
Todavía hoy cuando paso por tu casa abandonada, me parece verte, parado en la puerta, saludándome, como lo hacías cada mañana, a las ocho en punto cuando pasaba a comprar el pan.
Con eso te contentabas, me mirabas con tus ojos buenos, dedicándome la mejor sonrisa…
-¡Cuántas cosas se dicen solo con una sonrisa!
Entre nosotros nació un amor tranquilo, compañero, de esos amores que solo viven el hoy.
Al principio me invitabas a cenar, y hasta estrenabas ropa nueva y perfume, los dos caímos en la trampa y bailábamos al compás de los boleros.
Una noche especial, parecías nervioso, y cuando llegó la hora del postre sacaste del bolsillo la cajita roja, que habías amasado durante horas.
-Esto es para vos, casémonos (me dijiste).
Yo me sentí halagada, pero al mismo tiempo un miedo atroz me invadió.
No tenías derecho a pedirme que sufriera otra vez…
-¿Por qué casarnos, si así estaba perfecto?
Y aparecieron en mi mente, como un rayo, las dos muertes de los hombres que me amaron, como si yo hubiera estado maldita…
-¿¿¿Y ahora vos querías que volviera a sufrir??? Y enfrentarme a mi pasado.
Los anillos eran lindos, y los acepté, pero la proposición quedó en el olvido, y lo nuestro fue un cariño entrañable de todos los días.
No hubo mañana en la que no habláramos por teléfono, me contabas tus novedades, tu rutina, de tus plantas, o de tu perra Luna. Y con tus casi ochenta años tomabas el colectivo y te ibas hasta el centro para comprarme la insulina, de la cual depende mi vida.
El mayor disfrute nuestro era arreglar el jardín, tenías mano verde y cada maceta que preparabas, prosperaba. Y una tarde apareciste con el algodoncillo…
¿Qué planta es esa??? Te pregunté.
Esta pequeña y colorida plantita, atrae a las mariposas, me dijiste.
Y la plantaste con amor y paciencia…yo no me daba cuenta, pero estabas cansado.
Y así transcurrió el tiempo en el que nos tuvimos.
Hasta que una sombra te quitó el hambre y la voluntad.
Una tarde, vos que eras el que me animaba, tomaste mis manos y te pusiste a llorar:
-Tengo miedo, me dijiste.
Y yo también lo tenía, pero no te lo dije.
-Todo va a salir bien querido, y te di ese beso que estabas esperando.
-¡Y yo que no me quise casar para no extrañarte!
Te busco más que al aire en cada espacio de mi jardín.
Todo está igual, el mundo no se percata de que vos no estás.
Me acerco a los algodoncillos, esas florcitas anaranjadas que me preparaste.
– ¿Te acordás?, confiándome el secreto que atraían a las mariposas.
Entonces el aire tibio me rodea, y un aleteo mágico de colores viene de tu parte a pintarme una sonrisa.
Marcela De Luca