“Escuché ruidos y me escondí en el armario”, había dicho la joven. El oficial de policía –algo incrédulo dadas las circunstancias, pero admirado por la rápida y original respuesta de ella ante el asalto- había querido saber el por qué de esa actitud (no por imaginativa menos temeraria) y ella se había remontado a la génesis de su decisión. Explicaba la oscura experiencia de su infancia cuyo recuerdo había dado alas a su pronta e impensable reacción.
Tenía entonces seis años y su hermana quince, dijo. Sus padres habían ido a la ciudad por asuntos comerciales y ellas estaban solas en la chacra. Eran otros tiempos y las niñas no podían imaginar la cercanía de merodeadores peligrosos. Además, las circunstancias se habían conjugado para el hecho: los padres no estaban, los perros habían venteado un zorro y correteaban fuera de vista más allá de la lomada, y la tarde de otoño -serena y tibia de sol- había llamado al abrir de ventanas. El aire estaba lleno de silencio.
La hermana mayor trajinaba en otro de los cuartos cuando la niña escuchó el crujir de las hojas secas en el sendero de entrada. ¿Fue una premonición? ¿Un respingo de su mente a menudo estremecida por las historias de aparecidos contadas por su hermana? Adela -ese era el nombre de la niña- nunca llegó a preguntárselo; simplemente, al oir los ruidos se había escondido en el armario. Después del “incidente”, su hermana había logrado superar -poco a poco y con empeño- la experiencia del maltrato recibido por parte de aquellos vagabundos.
El joven oficial permaneció callado unos segundos, su mirada en los ojos de ella. Le gustaba lo que veía y vacilaba en explicarle lo insólito que su relato parecía frente al delito que alguien había denunciado y que fuera el motivo de su presencia en esa casa. Adela quería aparentar serenidad pero no lo lograba. Vestía aún las prendas del momento en que había sorprendido a los asaltantes. Las mismas lucían algunas pequeñas manchas de sangre aún fresca que no desmentían, sin embargo, la pulcritud original de sus ropas más allá de lo provocado por el asalto; detalle que el policía ya había ya apreciado.
Apenas llegado en respuesta a la denuncia recibida, el joven oficial había dejado a la muchacha al cuidado de la suboficial que lo acompañaba, en tanto él inspeccionaba la casa en busca de indicios que luego habrían de sumarse al expediente junto a las declaraciones de la víctima del delito y de los testigos, si los hubiera.
No había mucho para ver. La casa era modesta -típica de un barrio incipiente- y era en su parte trasera donde estaba el amor y el trabajo de sus habitantes; la huerta y el gallinero eran un certificado de su origen y su crianza. La dueña de casa había traído la chacra de su infancia a ese suburbio de la ciudad.
Terminada la inspección sin hallazgos que denotaran la comisión de un crimen en la propiedad (salvo lo que estaba frente a su vista), el oficial había retornado a la pequeña sala delantera donde Adela habría de exponer los hechos y responder a sus preguntas. La joven había inclinado levemente su cabeza, tal vez turbada por la mirada del policía; estaba pálida, y los apenas sugeridos huecos de sus mejillas -y cierta opacidad en la mirada- hablaban de agotamiento y debilidad.
El oficial había escuchado sin interrupciones al relato de ella y, tras una callada pausa, miró hacia la agente que, de pie y sin moverse, asistía al interrogatorio.
“¿Eso es todo lo que hay?, preguntó, en tanto señalaba lo expuesto sobre una mesa cercana protegida con papel de diarios. Había sangre escurrida en la cuchilla y manchones rojos en la prenda íntima de mujer que, con un sutil resto de perfume, pretendía desmentir su inesperada función de estropajo.
Adela no miró hacia la mesa; algo inclinada su cabeza, emitió un suspiro e intentó alzarse de la silla. Él interrumpió su movimiento con un leve toque sobre uno de sus hombros. “Por favor, cuénteme de nuevo cómo fueron los hechos; desde el momento en que escuchó los ruidos, hasta su encuentro con los asaltantes… incluya todos los detalles que recuerde”.
Un ligero estremecer en su hombro denunció la sorpresa de la muchacha ante el fugaz contacto. “¿Qué más puedo decirle…?”, protestó en voz baja y, aspirando hondo, comenzó:
“Estaba en el fondo y escuché el ruido del cerco de alambre. Hay un poste flojo. Había visto desde el fondo a los dos muchachos en la calle, cuando pasaban frente al pasillo que hay entre la medianera y la pared de la casa, y me di cuenta que habían saltado por sobre el cerco. No sabía qué hacer… Enseguida oí que golpeaban la puerta de entrada. Estaba sola y de repente recordé lo que le había pasado a mi hermana. Y allí fue cuando me vino la idea. Sin pensarlo dos veces, busqué la cuchilla, agarré la bombacha que estaba entre la ropa para lavar, la manché de sangre y también a la cuchilla, me revolví el pelo y me fui adonde ya sentía los pasos de esos pichones de delincuente”. Adela hablaba con dientes apretados; revivía el momento con tardía ira, y el oficial sintió un soplo de desencanto ante esa emotividad que afeaba un tanto el rostro de la joven.
“Cuando me les aparecí gritando: “Los maté a los dos… ¡Los maté! Quisieron violarme y los maté…”, revoleando la bombacha roja de sangre y con la cuchilla también ensangrentada en alto, se pegaron un susto bárbaro, dieron media vuelta y se fueron con “los talones golpeándoles las nalgas”, como decía mi padre. Casi voltearon el poste flojo al pasar sobre el cerco.”
El relato de la huida había relajado el semblante de la “señorita Adela”, apreció el oficial Benvenutto, pero aún había cosas que aclarar.
-“Hay dos cosas que no entiendo”, dijo, “¿Por qué denunció un asesinato y no un intento de robo, por ejemplo? Y, segundo…”
-“¡Espere, espere!”, Adela se incorporó de un salto. “¿Qué asesinato? ¿Cuál denuncia…?”
Benvenutto, con rostro de sorpresa, dirigió una fugaz mirada a la mujer policía que aún permanecía de pie a un par de metros, y luego enfrentó a la joven.
-“¿No fue usted quien hizo la denuncia?”
-“¡No!, respondió la joven. “¡Estuve ocupada en arreglar la puerta que me rompieron esos mocosos! ¿Qué iba a ganar con denunciarlos? Ya no estaban ni cerca.”
El policía asintió con despaciosos movimientos de cabeza y comenzó a reír. “La denuncia la hicieron ellos”, dijo. “Creyeron que en verdad había matado a dos hombres que intentaban abusarse de usted. Esos pibes todavía no están perdidos del todo”.
Adela suspiró aliviada. El joven policía no era tonto y parecía buena persona, pero ese sentimiento no la obligó a responder con la verdad a la última pregunta “para el expediente”.
-“Bien”, dijo el oficial Benvenutto. “Sólo para cerrar el sumario, ¿puede decirme de dónde salió la sangre que usó para manchar las ropas y la cuchilla?”
-“¡Ah! ¿No se lo dije? Del pollo, cuando escuché los ruidos le estaba cortando el pescuezo y por eso se me ocurrió utilizar la sangre para simular el crimen.”
Él la miró a los ojos, sonrió comprensivo admirando su pudorosa feminidad, y se dijo que en el futuro -al que ya comenzaba a aspirar- tendría que cuidarse de los dulces e inocentes ojos que ahora lo miraban chispeando complicidad. El único pollo muerto lo había visto congelado en el freezer durante su inspección en la cocina.
Mario Jaimes