Hablo. ¿Se puede concebir un perro que no ladre, un tigre que no brame, un zorzal mudo? De igual modo, resulta casi imposible imaginar a un peluquero que no hable; un peluquero de damas silencioso es análogo a una violación de las reglas más elementales de la Naturaleza, y ya bastantes reglas se transgreden aquí como para que yo agregue una excepción al pandemónium. He sido lo que todavía soy (a despecho de los pocos avíos, del emplazamiento inadecuado, de los rigores del clima): un estilista exquisito, aquél que se ubica en la delgada línea de frontera en la que confluyen, hasta indiferenciarse, el arte y la frivolidad, un maridaje que sólo los espíritus simples y elementales consideran inviable. ¡Pobre de aquél que postulara esa inviabilidad frente a Hans Krugman! Lo sacaba con cajas destempladas y el furor encendido en sus ojos celestes.
Mis padres jamás hubieran consentido que uno de sus hijos no terminara el bachillerato; ella era maestra de piano y él, tornero matriculado; ambos habían hecho del esfuerzo individual una divisa, el único blasón por el que valía la pena romper lanzas. Vivíamos en el distrito oeste de Bremen, con su catedral gótica emplazada en el centro de la ciudad y la imponente estatua de Rolando, frente al Ayuntamiento, que con sus casi seis metros de altura y la espada Durandarte en la mano derecha parece garantizar la supervivencia de Bremen por los siglos de los siglos, pero yo soñaba con Berlín. Finalicé los estudios con más apatía que fervor, manteniéndome en un nivel que nunca pasó de aceptable, y partí rumbo a Berlín para aprender un oficio que me había apasionado desde la infancia, una pasión que a mi padre le resultaba sospechosa y a mi madre le suscitaba un genuino asombro: la peluquería; el uno la consideraba inclinación femenina o, peor aún, impropia de un hombre cabal, reservada para amorales o invertidos (jamás escuché a mi padre utilizar la palabra “homosexual” o, más crasamente, “maricón”); la otra vivía sumergida en su universo de particellas, contrapuntos y polifonías, y recibió con sorprendido mutismo la noticia de que su hijo se dedicaría a un menester más íntimamente ligado, en su opinión, al ornato que a alguna forma de trascendencia.
Llegué a Berlín con tan exiguo capital que apenas me alcanzó para sufragar una pensión de mala muerte (habitación compartida, cama estrecha y una comida diaria) ubicada sobre la Herderstrasse. Durante el primer día me perdí por las calles del Centro, me deslumbré frente a la Puerta de Brandeburgo y recorrí la flamante línea de subterráneo que unía (y acaso todavía una, pero presumo que ya todo es polvo sobre piedra) Alexanderplatz y Friedrichsfelde. Al segundo día comencé a asistir a los cursos de peluquería y estética capilar de las Academias Landauer.
Como cualquier aprendiz, como la mayoría de mis compañeros, durante los primeros meses de práctica ni siquiera me atrevía a tocar una cabeza femenina. El corte masculino es más rápido y más sencillo, no requiere variantes ni demanda sutilezas; un hombre acude a la peluquería con la misma disposición de ánimo con la que paga un impuesto o se compra una camisa: un trámite fastidioso, pero necesario. Concluí, pues, que las prácticas de corte femenino suponían una contrariedad a la que había que resignarse para completar los cuatro años de aprendizaje en la Academia; luego supe que, en realidad, es una ceremonia, una liturgia cuyos graves oficiantes son el estilista y la clienta.
En el penúltimo año de mis estudios tuve la dicha de que me tocara en suerte el profesor Hans Krugman, cuyo magisterio incidió tanto y con harto provecho en mi carrera posterior. Hans Krugman era experto en diseño y coloración, atendía en un atelier privado en el centro de la ciudad donde la alta burguesía berlinesa solicitaba turnos con una quincena de anticipación y enseñaba en la Academia (ocho horas semanales y un seminario anual) por razones más vinculadas con una genuina vocación docente que con un sueldo mensual que ni siquiera llegaba a representar una cuarta parte de lo que recaudaba en su atelier. Creo que se aficionó a mí por el empeño que yo demostraba, un empecinamiento indeclinable que me llevó a tomar apuntes con tal profusión que al término del curso hubiera podido transcribir sus clases casi a la letra. Con ironía, con un tono erizado de sobreentendidos, comenzaron a llamarnos “el pedagogo y el efebo”; Krugman estaba habituado a la maledicencia, a mí los rumores no me desvelaron.
Aquí, por el contrario, no existe la ambigüedad, el doble sentido, el comentario mordaz e intencionado; todo es brutal y manifiesto: desde la restricción horaria hasta el paso marcial y aparatoso, como si el cuerpo, diría Hans Krugman, sólo fuera instrumento, y no convite, goce y desafuero.
Hans Krugman me enseñó colorimetría y alisados, el modo de emparejar el color, los componentes químicos de las tinturas y nociones de cosmetología y manicuría. Pero lo que me transmitió, sobre todo, fueron lecciones de estética. Viéndolo manejar los peines de ajuste y de corte, los tintes y los fijadores, las tenacillas de acero o el perfilador de cejas uno no podía menos que aceptar en toda la línea un dictum que no se le caía de la boca: “Peinar a una mujer es un arte.” Apenas terminé el último año de la Academia me contrató como primer asistente de su atelier y me invitó a compartir su piso de Unter den Linden, ubicado a menos de cien metros de la State Opera House. En el marco de esa intimidad comprendí que todos los peluqueros iban a la zaga de Hans Krugman; mientras ellos recortaban afanosamente de las revistas ilustradas las fotografías de la princesa Marie Christine o de la infanta Eulalia de Borbón, las modelos de Hans Krugman eran La encajera, de Vermeer (la mitad del pelo tirante y la otra mitad derramado en estilizadas guedejas), Judith y Holofernes, de Caravaggio (donde la sencillez de su peinado y su gesto le otorgan a Judith un aura de concentrado erotismo), Helena Fourment con tapado de piel, de Rubens (un cuadro que rezuma sensualidad: desde el corte de pelo laboriosamente informal de Helena hasta el abrigo semiabierto que exhibe su figura con más relieve que si se tratara de un desnudo integral), o alguna de las mujeres que presidía la veintena de reproducciones que decoraban las paredes de su departamento.
Aquí no hay galería de retratos y uno debe conformarse con los fragmentos que llegan del otro lado del mundo: el arbitrio de Hollywood impone el largo mediano de cabello, peinado con ondas desde la frente y de color suavemente rubio tal y como lo luce Ingrid Bergman en Casablanca, a la que sólo pude ver en fotografías pero cuyo estilo puedo reproducir con los pocos accesorios que tengo a mano.
La clientela de Hans Krugman era exclusivamente femenina, y sus asistentes estábamos obligados a observar el ritual consagrado por el maestro: hablar y peinar, hablar y teñir, hablar y modelar, un ritual que conciliaba la charla insustancial y la pequeña obra de arte a la que Hans Krugman le daba el toque final (un efecto vaporoso, un degradé insinuado, un ligero batido) como quien firma el lienzo con su rúbrica intransferible; una obra de arte efímera, es cierto, cuya duración podía no exceder la de una noche suntuosa y que estaba expuesta al rocío, la humedad y el viento, pero una obra de arte al fin. Al cabo de tres años de denuedo, y apadrinado por Hans, alquilé un local amplio y luminoso sobre la Carmerstrasse, con una hermosa vista a la Savignyplatz, al que llamé Chez Klaus (más allá de beligerancias históricas, un nombre de resonancia francesa seduce y convoca), y sobre la puerta de entrada adosé una placa de bronce que me regaló el maestro y que debe haber quedado sepultada entre los escombros y las refriegas: Klaus Bürger, estilista; qué no daría ahora por poseerla, aquí, donde soy menos que nadie: un subalterno al que, lejos de considerárselo un estilista, no se le reconoce siquiera el rango de artesano calificado.
Por Chez Klaus pasó gran parte de la clientela que heredé del atelier de Hans: amantes de militares y esposas de parlamentarios, actrices consagradas y coristas en ascenso, jovencitas debutantes y matronas encallecidas. Un buen estilista es aquél al que se le demanda lo imposible (“quiero un corte que me afine los rasgos”, “busco un perfil parecido al de Joan Crawford”, “quíteme diez años de encima”) y está cerca de alcanzarlo; realicé milagros módicos, y en pocos años fui considerado uno de los mejores peluqueros de damas del país; semejante fama me alcanzó para vivir con holgura, ahora me sirve para sobrevivir con vacilante dignidad.
Hace cinco años que perdí contacto con Hans, la mañana que le sucedió a la Kristallnacht decidió vender todo y emigrar a Suiza porque, según me confesó, no podía seguir viviendo en un país donde la progresión de la barbarie se revelaba como indetenible. Yo me quedé: por timidez, por comodidad, por indiferencia; tenía la certidumbre de que fuera de Chez Klaus todo me era ajeno, y ni siquiera me despabilaron las infidencias transmitidas a media voz por algunas clientas cercanas al poder. Como suele suceder, cuando finalmente tomé conciencia ya era demasiado tarde para todo: me vi trasladado en carácter de colaborador voluntario a este rincón perdido del noroeste de Polonia adonde me trajeron para que haga lo único que sé hacer: cortar el pelo.
“No hay que perder la mano –encarecía Hans Krugman-: los dedos ágiles y el pulso firme.” Aun aquí, trato de seguir el consejo del maestro. Las pocas calaveras que quedan con pelo y que me permiten utilizar fungen como modelos para mis ejercicios cotidianos: rebajado, efilado y desmechado; mantengo la disciplina a pesar de los escasos elementos que he podido rescatar: apenas un par de peines de ebonita, una base de maquillaje Max Factor que cuido como si se tratara de oro en polvo y un pote de vaselina para dar brillo a los párpados.
En vez de la placa de bronce que me obsequió Hans Krugman, la barraca a la que me destinaron ostenta una chapa de hierro que reza Treblinka; en esta barraca han dispuesto un sillón negro de cuero cuarteado en torno al cual trabajo con mis exiguos enseres. Las mujeres llegan de a tres en fondo: esmirriadas, escuálidas, pero conservando una pátina de la antigua belleza que alguna vez tuvieron. “Toda mujer es bella, afirmaba Hans Krugman, y el estilista que no sepa descubrir el fulgor de belleza que se aloja en cada una no merece tocarle ni una hebra de pelo.” Las peino con trenzas, con rodetes, con torzadas; luego, como quien destroza la tela que acaba de pintar, las rapo antes de que las trasladen a la barraca contigua donde esperan recibir un baño reparador ignorando que de las duchas se difunde una emanación de gas.
Y les hablo: por misericordia, por costumbre, por piedad; de fruslerías, de menudencias, de nada; para exorcizar este silencio pletórico de murmullos, de plegarias, de ruido.
Osvaldo Gallone