El día en que sobrevino el apagón, el mundo se sumergió en una nebulosa. La abismal negrura llegó a estremecerme. Traté de conectarme con la empresa de luz, sin éxito alguno. Transcurrieron las horas, los días. La oscuridad prometía ser eterna. Qué hacer, un invierno, a oscuras, a las seis de la tarde cuando ya es noche. Comencé a tiritar. Sólo contaba con el resplandor de un hogar encendido. Desolada e inmóvil clavé la vista en el fuego. Noté que en su vaivén las llamas danzaban. Un par de leños elevados, acariciados por la lumbre, reproducían la imagen perfecta de dos seres unidos en abrazo de orfandad.
Mi frialdad inicial fue cediendo. También el griterío de los vecinos que desde los pasillos reclamaban la puesta en marcha del servicio. De pronto, en derredor, todo se pobló de un profundo silencio. Las paredes exhibían extraños reflejos. Llegué a conocer, a contraluz, la cara oculta de los objetos, la que nunca había logrado ver. Figuras maravillosas proyectaban su sombra en el espacio. El ígneo temblor creaba imágenes fantasmagóricas y cambiantes. Algo extraño me ocurrió, como haber penetrado en un túnel sin tiempo ni fin. De a poco, me fui sumergiendo en un éxtasis, un fondo oscuro donde las sensaciones fluían sin cesar. Envuelta en esa nebulosa, sin despegar la vista del fuego, los leños iban adquiriendo imágenes corpóreas que gesticulaban, como queriendo expresar algo inédito, espectral, fascinante y a la vez misterioso que me incitaba a desentrañar. Invadida por un extraño sentimiento, percibí que no recordaba ninguna instancia ocurrida en tiempo de luz. Varias noches me iluminé con el fulgor de esas imágenes.
Cuando la empresa repuso el servicio quise apagarlo, volver a lo desconocido, recuperar las sensaciones visibles en la oscuridad, pero fue en vano.
Comprendí porqué lo ciegos sonríen, a pesar de no ver…
María Alicia Farsetti