Sin embargo, para la especialista de Cultura del diario estadounidense Farah Nayeri se impone hoy una pregunta crucial: “¿Ha llegado la hora de cancelar a Gauguin?”.
El pintor pasó la mayor parte de los últimos 12 años de su vida en la isla polinesia de Hiva Oa, “cohabitando con niñas adolescentes, engendrando chicos, y produciendo algunas de sus obras más conocidas”, advierte la periodista.
“En el mundo internacional de los museos, Gauguin es un éxito de taquilla. Ha habido media docena de exhibiciones de su trabajo tan sólo en los últimos años, incluyendo importantes muestras en París, Chicago y San Francisco. Pero en una época de alta sensibilidad pública hacia cuestiones como género, raza y colonialismo hay museos que están reevaluando el legado del artista”, apunta Nayeri. Gauguin “ha tenido sexo con chicas adolescentes y llamó ‘salvajes’ a los polinesios que pintaba”, recuerda el artículo.
De hecho, el clima de la época ha llevado a los curadores de la muestra a reeditar el texto que acompaña la exhibición. “Nueve etiquetas fueron cambiadas para evitar un lenguaje insensible”, subraya la autora. Así, el título Cabeza de salvaje, máscara lleva una explicación del museo explicando que las palabras “salvaje” o “bárbaro” que “hoy son consideradas ofensivas, reflejan actitudes comunes de la época y lugar que ocupaba Gauguin”.
¿Basta con contextualizar e invitar a separar la opinión que se tiene del artista de la de la obra? Al parecer no: el director de la muestra admite que recibió 50 quejas sobre Gauguin y la programación del museo. Para algunos hay que ir más allá. “Era un arrogante, sobrevaluado, pedófilo condescendiente, para decirlo de manera contundente”, acusa la curadora estadounidense Ashley Remer, cuyo museo en línea se enfoca en la representación de las niñas en la historia y la cultura. Para esta especialista basada en Nueva Zelanda, las acciones de Gauguin eclipsan su trabajo.
¿Hay entonces que descartar a los artistas cuya moral se aparta de los valores de nuestra época y borrarlos de la historia? ¿Hay que disociar al creador de su creación? El movimiento #MeToo y la sensibilización para evitar las lecturas discriminatorias hacia las minorías plantean nuevas exigencias. Y no se aplican sólo a las figuras del pasado, como cuando se habla del legado literario del escritor antisemita francés Louis-Ferdinand Céline. Allí está fresco un caso más reciente, como el del director de cine Roman Polanski, cuyo estreno de J’accuse se ve ensombrecido hoy por las acusaciones de violación que pesan sobre el cineasta.
El imperativo de no ofender al público ante autores problemáticos u obras que no obedecen a la moral de la época gana cada vez más espacio.
En estos días, por ejemplo, Disney ha lanzado en Estados Unidos su propia plataforma de videos on-demand, Disney Plus. Allí, películas para niños que podían parecer tan inocentes como Dumbo, Pinocho o Peter Pan son precedidas por un aviso: “Este programa se presenta como fue creado originalmente. Puede contener representaciones culturales desfasadas”. Esta “cultura de la cancelación” abarca cada vez más nombres y épocas, rehabilitando formas de censura que parecían pertenecer al pasado.