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GOL URUGUAYO | Raúl Lavalle

Escrito por el 21 julio, 2020

GOL URUGUAYO


Por Raúl Lavalle

Los veraneos en Punta del Este son verdaderamente buenos, por muchos motivos. Primero, porque voy de arriba. Mi cuñado Mario Zamora, el millonario de la familia, tiene un departamento en el edificio José Bonifacio, a dos cuadras de la terminal. Los veranos los pasa en otros lados (el Caribe, la Polinesia, Sudáfrica y otros paraísos playeros); de modo que el departamento queda libre para mí las primeras quincenas de janeiro, justamente la época en que suelen ir las bombas brasileñas de Rio Grande do Sul.

Pero el mejor día de esos veraneos fue el 1 de enero de 2017. Yo quería jugar un fulbito en la playa, el picado de mis 65 años. Después de ver en Uniseries un capítulo de Los invasores (concretamente, “Las esporas”, con la actuación especial de Gene Hackman) salí a las cinco de la tarde, según costumbre, a vivir mi vida de mar. Pasé de largo por el monumento a los Locos Addams y emprendí una caminata ida y vuelta hasta el San Rafael. En el camino de vuelta me puse a conversar con un chico yanqui y con otro paraguayo, que estaban practicando tiros de lacrosse, con el palo y redecita característicos. En fin… cosas de un balneario bastante internacional.

Otra paradita, esta vez para hablar de las bondades de Sicilia, el lugar más completo del mundo en arte, según mi humilde opinión, compartida también por mis ocasionales interlocutores, un matrimonio oriundo de Agrigento que había ido a Punta en un crucero. Y por fin encontré el objeto de mis anhelos: dos papás cuarentones jugaban con tres chicos de primaria un partido en la arena seca. Les pedí permiso para participar del juego con estas aladas palabras: “Perdón. ¿Tendrían a bien los ilustrísimos David Niven y Omar Sharif permitirme mover el esqueleto un rato? Prometo no revelar vuestras identidades a la prensa?” Aunque eran, como dije, bastante menores que yo, conocían a los actores y no les cayó tan mal la humorada. Más aún, el flaco me dijo que algunos le habían comentado acerca de tal parecido. En cuanto a “Omar” (recuerdo sus nombres de ficción, no los reales), no se mostraba tan convencido, pero admitió que podía tener cierto aire del egipcio de Doctor Zhivago.

Tras cartón, hicimos los arcos con zapatillas Sorpasso y comenzamos el picado, en el cual había algo de robo para nuestro equipo, porque me pusieron con uno de los papás: dos grandes contra uno era mucha ventaja. Además suplí mi irremediable carácter de tronco con algo de garra uruguaya (era el único no oriental de ese sexteto futbolero). Fue divertido y hasta matizado con otros clásicos. En efecto una suegra con ruleros vino a protestarnos por un pelotazo y, cuando un can se acercó a mordisquear el esférico, ni corto ni perezoso apelé al relamido chiste: “¡No vale! Nos quieren meter el perro.”

Esa rápida ventaja de cinco goles del principio se estabilizó, porque entraron después, uno para cada lado, dos gurises tucumanos. Uno, hincha de San Martín, tenía la camiseta de sus amores; el nuestro, si bien torcedor de Atlético, era boquense y llevaba una azul y oro con el número 8. No se mostró efectivo en su juego, pero sí muy vistoso, pues no escatimaba amagues ni saltos ni regates intrascendentes. Una vez desairó, en nuestra zona defensiva, a un rival y lo elogié calurosamente: “¡Bien, Romerito!”

Pero no menos interesante, después del partido, fue la tertulia playera con uruguayos y tucumancitos. Estos últimos dieron a la humanidad ejemplo de tolerancia y convivencia, pues eran amigos a pesar de la gran rivalidad futbolera. En fin, hablamos de diversos temas. Como desaforado, gran parte de la charla estuvo en mis labios. Me puse a recordar aquel fútbol transplatino que conocí de niño: Montero Castillo, Cococho Álvarez, el Pepe Sasía, el ecuatoriano Spencer y el peruano Joya, el Pardo Abbadie… ¿Para qué seguir? Les conté cómo en Mar del Plata me gustaba escuchar las radios orientales. ¡Cuánto me deleitaba con las transmisiones de Heber Pinto, “el relator que televisa con la palabra”!

Mis interlocutores –más correctamente, víctimas de mi parloteo desenfrenado– me ofrecían mate a cada momento. Yo tomaba pero les dije: “Sí, pero tengo miedo, con todo lo que hablo, de atragantarme con un palito.” ¡Qué burro! ¿Cómo me olvidé de que la yerba que ellos toman no tiene palo? Sea esto dicho con la venia de Palito Ortega, Palito Mamelli, Palito Magallanes, Palito Bongartz y Pablo Palitos.

Raul Lavalle


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