Apuró el café con leche y terminó en dos bocados las medialunas. Quería volver rápido a la sala de espera. Marita había quedado sola. Le hubiera hecho bien tomar un poco de aire. No hubo manera de convencerla. Compró para ella una gaseosa y un sándwich (le iban a hacer falta). Cargó un termo con café: la noche pintaba larga. Mientras aguardaba al mozo para pagarle, se le acercó un chico al que no vio llegar. Le dejó unas estampitas sobre la mesa. No supo por qué, algo habitual, le resultaba extraño.
El chico se fue sin decir palabra. El sol del atardecer le impidió distinguir hacia dónde iba. Ya volverá. Le pagó al mozo, dejó algo de cambio junto con las pequeñas estampas. Fue al encuentro de Marita.
A menudo se preguntaba si era cierto que «eso» le estaba pasando. Se veía ajeno, mejor dicho, viviendo o más bien sufriendo una realidad que no era suya, que no era tal.
Sabía que cosas como «eso» les pasaban a otras personas:
¿Justo a su hermano le tenía que ocurrir?
Pesadilla no era, descartaba esa posibilidad pues a su lado había gente conocida, amada, viviendo lo mismo que él. Además, esta no terminaba. En todo caso se trataba de un mal sueño colectivo. Alguna vez había leído en una revista Selecciones del Reader Digest que eso podía suceder bajo los efectos de alucinógenos, como los que administraban tribus de pigmeos que vivían en la cuenca alta del Amazonas. Ellos estaban en un pueblo, perdido en medio de la pampa sojera y todo lo que venían tomando era café para mantenerse despiertos. La noche invernal, que ya comenzaba, prometía ser interminable como las anteriores.
Al llegar a la sala de espera notó que había llegado Luis, su sobrino, después de cerrar el kiosco de la familia. Pobre, además de lo del padre tiene que laburar dieciséis horas por día y dormir acá.
La vida solo se había detenido para ellos, no para las cuentas que había que honrar. Luisito, así le decía a pesar de los veinte años que tenía, dormitaba sobre un banco sin respaldo. Se las había ingeniado para no caerse colocando «en ele» el tronco superior sobre las maderas machimbradas, formando una escuadra. Se dio cuenta de que era un pibe, desesperado, como él, como Marita y lo tapó con la campera que se le había caído.
En el único sillón con apoyabrazos y respaldo que había en la sala de espera estaba Marita. Le correspondía ese «privilegio» no solo por el cansancio que se iba acumulando día tras día, noche tras noche, sino también por las lágrimas vertidas. ¿Era posible llorar tanto? Parecía que sí.
A él no le quedaba más que esperar parado. Un camillero que pasaba rumbo a la terapia donde Alberto estaba internado se apiadó y le trajo una silla plástica que agradeció como si le estuvieran dando un trono. Al sentarse, la silla se abrió sobre el piso encerado. Buscó apoyarla en algo. Al fin, quedó quieta.
Miró la hora: faltaban cinco minutos para la medianoche. Se preparó para realizar algo que lo mantenía vivo. Lo hacía desde que estaban ahí, internados junto a Alberto. No bien escuchaba sonar el top en la radio, que estaba en la sala de las enfermeras, cambiaba de día en el almanaque azul aterciopelado de «Molinos Martelletti S.R.L» ubicado en la pared. Como los presos. La diferencia era que ellos no sabían cuántos días restaban para cumplir con la condena familiar.
Sacó la hoja del día que terminaba. Leyó la frase que tenía al dorso. Era de Jonas Salk, el de la vacuna contra la polio. Decía: «La esperanza reside en los sueños, en la imaginación y en el coraje de aquellos que se atreven a convertir sus sueños en realidad».
Pensó la frase. Parecía que hasta el almanaque «lo cargaba». Habían pasado ya diez días y anhelaban una respuesta distinta a «mientras el corazón resista hay esperanzas» o «hay que esperar».
¿Esperar qué? ¿Qué Alberto se muera? Estaba en un coma que comenzó siendo farmacológico y luego declarado profundo. Según dijeron algunos testigos, que vieron el accidente, el golpe fue tremendo. Estaba vivo, si a eso se le podía llamar vida, de puro milagro. La camioneta venía muy rápido, no lo había visto cruzar la calle.
Metió las manos en el bolsillo del pantalón buscando un pañuelo de papel para sonarse la nariz. Encontró algo que no recordaba tener consigo. Al tacto era un poco más duro que un papel tissue. Vio, en la tenue luz, que eran estampas. ¿Estampas? Creyó que eran santos. Recordó al niño que en el bar del hospital se las había dejado sobre la mesa. Juraría que allí quedaron.
Eran tres cartoncitos. El no era practicante (¿y creyente?). De niño había hecho la catequesis en la capilla del barrio, la de la virgen de Luján. Si se concentraba aún recordaba las oraciones. Aquella de «Ángel de la guarda dulce compañía…» era la preferida. También los rasgos de los santos más conocidos. Estas tres estampas que tenía en la mano eran extrañas, sin aureolas ni palomas blancas. Tampoco cruces, rosas o trigales.
Buscó los anteojos en el bolsillo interior del saco. Los limpió y acercó los cartoncitos a la luz de una lámpara. Vio para su asombro que eran estampas, ¡de fútbol! En una estaba el arquero Antonio Roma, en otra el defensor José María Silvero y finalmente Silvio Marzolini (los tres fueron jugadores de Boca en los años sesenta). Pensó que el cansancio le estaba jugando una broma. Buscó en el otro bolsillo del pantalón y encontró otras tres: eran de Carmelo Simeone, Antonio Ubaldo Rattin y Alcides Silveyra.
Los alineó sobre la mesa de la sala de espera, apoyándolas contra la pared. Improvisado altar. No lo podía creer.
¿Quién las había puesto en sus bolsillos? ¿Para qué?
En voz baja para no despertar a Marita o a Luis recitó los nombres de la defensa del Boca campeón del ’65. Lo hizo como si tuviera nuevamente diez años y estuviera en el patio de los abuelos con el tío tomándole la formación de los equipos: Roma, Silvero y Marzolini, Simeone, Rattin y Silveyra. Le salía fácil. Están en la memoria que no se borra.
Las estampas le resultaban familiares. Alguna neurona le hizo click. Volvió 50 años atrás. Recordó que, arriba de la cama, había un cuadro de marco color celeste que contenía esas estampas de los defensores. Y sobre la otra cama, la de Alberto, otro con la delantera.
Originalmente la madre, la querida vieja, había comprado dos cuadros con oraciones con el secreto deseo de que las recitasen, noche tras noche, al acostarse. En uno estaba el Padre Nuestro, en el otro el Ave María. Uno fue puesto sobre la cama de la derecha, el otro sobre la cama de la izquierda.
La pasión pudo más que la razón y la fe. Las estampas de las oraciones fueron reemplazadas por la formación, no menor en gloria, del Boca campeón del ’65.
¿Cómo estaba eso ahora en su bolsillo? Fue al bar a preguntar. «¿Qué pibe? ¿Qué estampitas?», le respondieron. Dijo el encargado que no permitían que nadie entrase a vender para no incomodar a los clientes.A él un chico le había dejado estampitas sobre la mesa. Buscó en la memoria, esforzándose, esa silueta enmarcada por el sol del atardecer. No lo había mirado a la cara. Había notado «algo». Tal vez el detalle de la ropa, que no era pobre sino antigua. Y los zapatos, más bien zapatones, que serían dos números más grandes, con las medias caídas. La manera de caminar le resultaba familiar. ¿Acaso lo conocía? Quiso tener más detalles, la cabeza estaba en otro sitio.
Contra la entrada del bar, en un rincón, había un viejo con la vista clavada en él. Tenía la espalda apoyada en la pared y el brazo sobre el respaldo de la silla. Había dejado dos puchos, en el pocillo del café terminado (por viejo no lo incomodarían con lo de fumar afuera). Se acercó y le preguntó por el pibe.
-Aparecen cuando hace falta, «Rubio».
Luego se dio vuelta para mirar, perdido, hacia la calle.
¿»Rubio»? ¿A él que estaba pelado y canoso el viejo le decía «Rubio»? ¿Cuándo hace falta qué cosa aparecen? ¿Aparecen? ¿Eran más de uno y estos del bar no los registraban?
Volvió a la sala de espera con más dudas que antes. Sus acompañantes seguían durmiendo, por suerte. No harían preguntas incómodas sobre las seis estampas de fútbol que estaban alineadas sobre la mesa.
Las miró, esperando respuesta. Le brotó nuevamente aquello de «Roma, Silvero y Marzolini, Simeone, Rattin y Silveira».
No tuvo tiempo para seguir pensando. Una enfermera de terapia se acercó sin hacer demasiado ruido preguntando por los familiares de la cama cuatro. El sueño de los otros acompañantes era profundo. Solo él estaba despierto.
-¿Pasó algo?
-El doctor quiere hablar con alguno de ustedes. Juntó las seis estampas de la defensa. Las metió en el bolsillo izquierdo del saco. No supo por qué.
Al llegar al office de terapia un médico al que no conocía,
seguramente un reemplazo, le preguntó:
-¿Usted es familiar del paciente de la cuatro?
-Hermano -respondió secamente-, ¿pasó algo?
-Tranquilo, nada nuevo.
-Ah ¿Y entonces?
-Cuando fui a tomar un café al bar se me acercó a la mesa un chico y me dio algo para el de la cuatro.
-¿Para mi hermano?
El médico sacó del bolsillo verde un montoncito de estampas y se las dio a la par que decía:
-Estampitas de fútbol para un paciente de terapia: ¿Usted entiende algo?
-Voy entendiendo, creo.
Tomó el piloncito por la parte de atrás de las estampas, donde se veían jugadas de fútbol hechas en un croquis. Como René Lavand, el prestidigitador, comenzó a dar vuelta cada carta, sobre un banquito, a la vez que decía el nombre de quien estaba en la ilustración.
-Pianetti, Ángel Clemente Rojas, Alfredo Rojas, Menéndez y Alberto González.
Le salió completa y en orden la delantera del Boca campeón del ’65, como si los estuviera mandando a jugar un partido «chivo». Eran los del cuadro que estaba sobre la cama de su hermano.
Puertas adentro de la sala de terapia se oyó una voz femenina.
-¿Puede venir doctor? La frecuencia cardíaca «del de la cuatro» se aceleró de cincuenta a sesenta pulsaciones.
-¿Cuándo?
-Recién, cuando usted hablaba con el hermano.
El médico volvió al office donde alguien había quedado esperando con seis estampas de fútbol en una mano y cinco en la otra, como Moisés pero de cartón y no de piedra.
-Mire: yo no asocio nada con nada, tampoco lo descarto. Los aparatos registraron una actividad distinta en su hermano cuando usted dijo esos nombres.
El médico se asomó al pasillo para comprobar que no hubiese nadie. Le dijo en voz baja:
-Este no es horario de visitas, pero pasemos a terapia. A la enfermera la mandó afuera para no comprometerla.
Le pidió silencio. Se estaba jugando el puesto o al menos un sumario.
Quedaron los dos ante Alberto, «el de la cuatro».
-Háblele, no se ilusione -dijo el médico-, quiero ver si reacciona cuando lo oye. Voy a estar frente a los monitores.
Corrió los cables, los tubos y le indicó nuevamente:
-Tómelo de la mano y háblele.
-¿Y qué le digo?
-No sé, algo que le resulte familiar, que seguramente recuerda.
No pensó. Arrancó suavemente, como en un rezo laico y tribunero:
-Roma, Silvero y Marzolini, Simeone, Rattin y Silveyra, Pianetti, Ángel Clemente Rojas, Alfredo Rojas, Menéndez y Alberto González.
Sintió una mano que lo apretaba. El pulso de los tres se aceleró.
Ricardo Giallorenzi