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DESPEDIDA EN VILLA CAÑAVERAL | Alberto Ernesto Feldman

Escrito por el 28 julio, 2020

DESPEDIDA EN VILLA CAÑAVERAL


Por Alberto Ernesto Feldman

Julián  Bermúdez,  el  viejo  médico  de Villa Cañaveral, se jubiló en 1995.  Había ejercido siempre la medicina general confiado más en sus conocimientos y su  ojo clínico que en la moderna aparatología, pero sin despreciar a ésta, y siguiendo  el ejemplo de quienes habían sido sus maestros, trataba a sus pacientes con una humanidad lindante con el cariño, brindándoles  todo el tiempo que necesitaban, ellos y él;  nunca menos de una hora de preguntas, respuestas y examen físico, tiempo que sus colegas de Buenos Aires considerarían excesivo, excepto en sus consultorios privados y con altos honorarios que justificaran su valioso tiempo.

Desde que  ingresaba a la consulta,  la gente  del pueblo se entregaba confiada  a quien los interrogaba sobre todos los pormenores de sus vidas, los importantes y los cotidianos, y  él arribaba al diagnóstico y al tratamiento correcto recién cuando tenía una gran cantidad de elementos provenientes de su  experiencia clínica y  del aporte del enfermo, surgido de esa extensa charla, tan importante para  él como el examen físico o las pruebas de laboratorio.

Sus pacientes y vecinos le hicieron el homenaje que se merecía  en el mismo Club Social y Deportivo del pueblo, cuya biblioteca había contribuido a fundar y a integrar con la donación de libros de su biblioteca personal, y de sus compras en librerías en sus ocasionales viajes a Buenos Aires.

Hubo un gran asado, guitarreada y  después de los   amistosos brindis, el doctor Bermúdez improvisó un discurso de agradecimiento y despedida.

Uno de los presentes, el presidente de la  Biblioteca Popular, le preguntó si los libros del Dr. Cronin o “La historia de San Michelle” de Axel Munthe habían influido en su decisión de ser médico.

Su respuesta negativa motivó mayor atención por parte del público:

Queridos amigos: a mis quince años, en 1950, cayó en mis manos un libro que me marcó, era “La Piel”, de Curzio Malaparte,  cuentos sobre  las miserias de la guerra en Italia.

Uno de ellos me impactó más que los otros.  Trataba de un soldado que al regresar no encuentra a su querido perro ovejero en su casa, y preguntando con angustia a uno y a otro, llega  a  una  gran  industria química, donde por fin lo encuentra, atado a una pequeña camilla, con el vientre abierto, exhibiendo sus vísceras, sometido a un experimento.

Contempla a su amo lastimeramente, éste se quiebra de dolor y  pregunta con desesperación por qué su amigo no ladra, y un empleado le contesta fríamente que le han extirpado las cuerdas vocales.

Esa imposibilidad de expresar el dolor me decidió no solo a estudiar medicina, también a escuchar todo lo que tienen que decir quienes sufren.

En Fisiología,  materia que se aprende sobre animales que hacen con su sacrificio un valioso  aporte a la ciencia, ellos  reciben un tratamiento con asepsia y anestesia similar al que se aplica en cirugía humana. ¡Pero una vez más, los perros no eligen su suerte!

— Doctor, por lo  que dice, en este pueblo pudimos haber perdido un médico, pero  quizás, ¡Hubiéramos ganado un veterinario!, -exclamó sonriendo uno de los presentes, a lo que el doctor Bermúdez contestó con firmeza: –¡Tengan por seguro que en cualquier caso, hubiera dado lo mejor de mí; ustedes y nuestros hermanos, los animales, lo merecen!

Una atronadora salva de aplausos disimuló las lágrimas de más de uno de los presentes, también las del doctor Bermúdez.

Alberto Ernesto Feldman

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